Rutina
Hace miles de años que dejamos de comportarnos como seres nómadas. Quien me conoce, o más o menos sigue mis publicaciones, sabe que he pasado los últimos tres meses navegando de un lugar para el otro. Si se piensa de manera objetiva, podría decirse que he vivido una experiencia inolvidable, y sin lugar a dudas que así lo es.
Gracias a mi trabajo –el que me da de comer, no la escritura, claro– he visitado las ciudades de Rotterdam, Ámsterdam, Glasgow, Edimburgo, Bergen, Belfast, Hamburgo, Plymouth, Brujas y Lisboa. Un viaje por todo el norte de Europa con la posibilidad de conocer distintas culturas, costumbres y estilos de vida. Una renovación del espíritu ante la bocanada de aire fresco que ofrece el separarse de la marabunta de seres rutinarios por un tiempo. Como ya diría algún filósofo en su momento, viajar no es más que una lección al egocentrismo y a la vanidad. Una ventana que se abre para mostrar colores distintos que recuerdan que aún nos queda mucho por aprender de otros países, que no somos los únicos, ni quizás los mejores –aunque esto último se sepa desde hace algún tiempo–.
Y conste que este no es el primer artículo que escribo vanagloriando a otras culturas o gobiernos –antes de partir a esta última aventura publiqué uno que trataba sobre mi experiencia en Suiza–, pero sí que va a ser el primero que dedico a la familia, a los amigos y a todas esas cosas imperceptibles que nos rodean y que no son visibles hasta que se echan de menos.
A medida que van pasando los días fuera de casa, uno se da cuenta de que, a fin de cuentas, está programado para añorar el sofá de su casa, la película de los sábados por la noche con manta y palomitas, el puchero de la madre y el hueco personalizado de la cabeza en la almohada. Cuando uno pasa tantos días lejos de su gente –y a la vez se está trabajando– termina por lamentarse de los días desaprovechados junto a la familia, de las cervezas rechazadas a los colegas y de aquellos momentos en los que uno se siente cansado de todo y deja escapar una tarde entera por culpa del mal humor.
Cuando nos olvidamos de la rutina por un tiempo, descubrimos que la vida se construye con esos pequeños momentos de felicidad escondida en el día a día.
Que eso de andar de un lugar para el otro como Willy Fog es fantástico, que no digo yo que no, pero ahora mismo lo único que quiero es tener a la familia a mi lado en estas fiestas, disfrutar de mi gente con una cerveza en la mano y cagar en mi propio váter.
Ya escribiré dentro de unas semanas sobre la vida vacía y rutinaria de repetir todos los días lo mismo. De lo harto que se queda uno de ver siempre las mismas caras y todas esas cosas. Pero de momento, solo me queda disfrutar de lo que tanto he echado de menos.
Disfruten ustedes de lo que les rodea y de este nuevo año 2017.
Que tengan largos días y placenteras noches.