Recuerdos de La Isla
A veces consigo mandar en mis pensamientos y logro retener mi primer recuerdo como una imagen reflejada en el agua, entonces viene a mi memoria la abuela Juana sentada en su silla de enea en el cierro que daba a la calle San Rafael. Probablemente la ciudad y las personas que formaron parte de mi infancia existieron de forma diferente, aunque yo los reconozco como un paisaje donde viven mis recuerdos. Tenía dos años cuando quedó sellada en mi mente esta imagen y, poco tiempo después, mi abuela Juana falleció.
Aquellos a los que hemos perdido en el camino siguen congelados en el instante de su desaparición ocupando su lugar en el pasado. Es difícil dar un sentido cronológico a los sucesos, sobre todo, cuando aún eres una niña incapaz de calibrar con exactitud los espacios y los tiempos vividos, pero debo admitir que las primeras sensaciones que retengo, cuando vuelvo la vista atrás, llegan a través de los olores, esos que han formado parte de mi memoria: con ellos consigo atrapar algunos hechos de mi niñez que quedaron colgados de mi nariz.
En aquella época, La Isla olía a salinas y algas; a bienmesabe del freidor; a higos chumbos; a incienso y roscos de canela en Semana Santa; a las tabletas de chocolate de la merienda; a los pasteles de la Mallorquina; a los helados de los Hermanos Picó; a pizarrines, lapiceros, gomas de borrar y libretas comprados en la papelería La Voz; a castañas, piñones y nueces de Todos los Santos engullidos en el Cerro; a jabón verde; a las pelotas de goma regaladas con los zapatos Gorila; a las aulas y pupitres de las Carmelitas. Sin embargo, el aroma que traza esta época es el olor de mi hogar y la fragancia del perfume de mi madre. De su mano recorrí parte de la ciudad donde nací. En la calle Mazarredo esquina con San Rafael, vi la primera luz, aunque pocos son los recuerdos de aquella casa, pues nos mudamos, antes de cumplir los tres años, a San Carlos.
Sin duda, mis hermanas mayores marcaron el tiempo de San Carlos, bajo sus miradas y mientras me arrastraban al parvulario donde aprendí a leer y a escribir, comencé a vislumbrar el alma de mi ciudad. Hasta la calle Colón me conducían, al principio, a rastras e inmersa en un llanto profundo; no quería ir al colegio. Despegarme de mi madre me parecía insoportable. Sin embargo, tras cruzar la vía del tren, frontera que marcaba el territorio prohibido del permitido, y llegaba a La Glorieta, comenzaba el precario consuelo. Desde La Glorieta nos encaminábamos hacia esas calles interminables de San Fernando, cuyas siluetas aprendí de memoria y que aún se esbozan en mi mente, especialmente, cuando sueño con ellas.
El colegio supuso un banco de prueba. Los comienzos fueron duros en el plano emocional, aunque rápidamente me acostumbré a su rutina. Las Carmelitas poseían un gran edificio con un hermoso patio central bien cuidado, cuyas plantas, algunas originarias de Las Indias, me parecían espectaculares por su brillo y verdor. Nunca olvidaré a la hermana Lucía, custodiaba con infinita bondad la entrada del colegio y a la hermana Pilar, soberbia y hostil, que encarnaba la peor esencia de un ser humano. Allí aprendí lo necesario para ir creciendo con una adecuada formación elemental.
A los seis años, mi pequeño universo cambió, nos fuimos a vivir a la calle Arenal. El nuevo escenario me proporcionó calles y plazas más céntricas y significativas para mí. A esa edad, se comienza a abordar la vida y el entorno con filtro propio y yo empecé a mirar a La Isla con amor. Recuerdo el magnífico parque de tres niveles que se extendía delante de mi casa, el Almirante Laulhé. La estructura de sus jardines, arboledas y preciosos bancos de cierta inspiración romántica, muy distintos a la actual, le otorgaba un delicioso ambiente decimonónico. Las ramas de sus árboles se convirtieron en barras de gimnasia donde yo perfeccionaba e improvisaba cabriolas, volteretas y las incontables diabluras que se me ocurrían. Por aquellos árboles, trepaba con una sorprendente habilidad hasta alcanzar la cima más alta que conseguía con gesto triunfal, aunque algún batacazo empañó mis intachables logros. Allí fui feliz, de eso estoy segura. Y allí me dejé la piel de mis rodillas; de eso, también estoy segura.
El Observatorio de Marina se transformó en un sucedáneo de la pericia, un sucedáneo de la sofisticación; un lugar asombroso para mí. El callejón, flanqueado de chumberas, huertas y barrancos, que se prolongaba desde la calle Arenal hasta las casas de los trabajadores de Bazán, supuso un increíble espacio de aventuras, donde estaba prohibidísimo acercarse; en sus aledaños había un peligroso pantano. La Iglesia Mayor, la Plaza del Rey, la Alameda, la calle Real y la calle Rosario, la Plaza de Santa Bárbara, Tejidos Jisol, el Economato de Marina, las calles Cecilio Pujazón y Sánchez Cerquero, la Iglesia de San Francisco y otros recintos, permanecen indelebles en mis retinas, configurando el paisaje que mejor recuerdo. Pero si alguno he de resaltar, sin duda, el cine Almirante se lleva la palma.
Entre sus paredes germinó mi capacidad de soñar, de sentir ante una imagen, de amar el cine… Aquel mágico espacio, colmado de aterciopeladas butacas, se convirtió en el lugar donde siempre quería volver para seguir vibrando y seguir sintiendo nuevas sensaciones. Los domingos a las tres y media de la tarde comenzaba la función infantil. No me perdí ninguna película, excepto los fines de semana de anginas y fiebre que pasaba en cama.
Casi sin darme cuenta, irrumpieron los primeros fulgores de la pubertad. Mi corazón sensible se agitó y comencé a enamorarme de la vida, de la amistad, de un chico guapo que andaba por allí. Aquello explosionó como una bomba que destruyó en mil añicos mi infancia, dando paso a la alborotada adolescencia que sobrellevé durante cinco largos años. En esa época, dejé de trepar por los árboles del parque y poco a poco me fui centrando en otras cosas. Internamente, percibí una nueva forma de pensar, de sentir, hasta de caminar. Las risas y los llantos podían ser simultáneos. Las hormonas marcaban mi ánimo y el desconcierto mis actos… No sabía qué me ocurría. También notaba la rebeldía crecer sin control haciendo estragos en mi familia y mi alma, como los granitos que proliferaban en mi cara.
Y las nuevas costumbres triunfaron. Me citaba con las amigas en La Plaza del Rey para dar vueltas, durante horas, por la calle Real. Pasear desde La Mallorquina hasta San Francisco era la nueva diversión, muy alejada de los brincos y carreras en el parque. Quedábamos justo al lado de la estatua del Marqués de Varela, del que no teníamos ni idea de quién era, solo que poseía el honor de estar bilaureado, pero formaba parte de aquel paisaje rematado por el Ayuntamiento y las palmeras.
Mi vida transcurría dichosa hasta el día que mi padre anunció que había comprado una casa en Cádiz donde iríamos a vivir. Hasta ese momento, mi existencia permanecía impregnada de una luz blanca que me convertía en una niña feliz. Podría imaginar otros momentos felices en esa época, tal vez cuando saltaba de árbol en árbol, sin embargo, no acierto a reproducir en mi memoria ningún otro instante, con esa luz perfecta, después de marchar a otro lugar dejando atrás a La Isla y mi niñez.