Mis bodas de plata con San Fernando
A mi mujer y a mí nos destinaron como maestros a San Fernando en 1991. Yo conocía la ciudad muy levemente porque había hecho, unos diez años antes, parte del servicio militar, concretamente el campamento, en Camposoto, entonces CIR 16. En aquellos tiempos todavía se hacía la mili. Poco recordaba de ella cuando llegamos, salvo la existencia de un majestuoso ayuntamiento y una larga calle Real, siempre llena de gente y de vida. Aparecimos por aquí a finales de agosto, junto con un camión de la mudanza y unos corazones rebosantes de proyectos e ilusiones. También trajimos dos niñas pequeñas, que han crecido en esta tierra y se identifican con ella como dos isleñas más. Podría nombrar sin temor a equivocarme qué hicimos y qué comimos ese día y los siguientes. La gastronomía gaditana nos deslumbró. La calle San Rafael y la Plaza del Rey fueron nuestras primeras paradas. Vinimos con la idea de quedarnos unos pocos años, los suficientes para criar a nuestros hijas y gozar mientras tanto del mar y la playa. Pero algo encontramos en la Isla que fue provocando un paulatino aplazamiento de nuestro regreso. Hasta que un día decidimos quedarnos. Definitivamente. Y aquí seguimos. Veinticinco años llevamos ya. Es por eso que he titulado este artículo como Mis bodas de plata con San Fernando.
Recuerdo perfectamente cómo nada más llegar me impresiono el azul del cielo, tan nítido y luminoso. También la arquitectura me llamó la atención: los cierros invadiendo la calle y las portadas de las casas de piedra ostionera. Preciosas. Las almenas que coronaban las terrazas de las casas, tan diferentes unas de otras, me resultaron de una belleza y exquisitez difícil de superar. Monumentos y edificios importantes fueron saciando en los meses y años siguientes mis ganas de saber más de San Fernando y una tierra con la que hoy me identifico totalmente. El mercado de abastos me encandilaba con todos esos pescados que no había visto jamás, y la gracia de los vendedores, que te aconsejaban una receta mientras te envolvían la compra. Y si hablo de mercado tengo que recordar la cara de asombro y divertimento de toda la familia cuando lo visitábamos en la popular fiesta de Tosantos. El Cuartel de Instrucción de Marinería, adonde acudía de vez en cuando acompañando a mi buen amigo Agustín Cintas, me impresionó. Igual que el Arsenal de la Carraca y el Puente de Hierro. La identificación de una gran parte de la ciudad con la Marina me pareció algo digno de estudio y atención. El haz de luz que escapaba por las noches del Real Observatorio y que rompía la quietud y oscuridad del firmamento me hipnotizaba. Años después, visitándolo, recibí una lección de arte, ciencia e historia difícil de olvidar. Cuántas cosas curiosas atesora la ciudad y su pasado. Y cómo no hablar de la infinita playa de Camposoto, de una arena tan fina y brillante, cuántos castillitos de arena he levantado a la sombra de otro castillo, el de Sancti Petri, que perfila el horizonte con una imagen que encierra en su interior mil leyendas y misterios. También es digno de mención el Cerro de los Mártires, que nos ofrece desde la ermita un horizonte en el que tierra y agua juegan a abrazarse y seducirse, el laberinto de esteros que se ofrece a sus pies tiene la facultad de conmover la mirada. La luz del sol enciende su superficie formando un cuadro iridiscente que hiere los sentidos. Uno de los espectáculos más bellos que he contemplado jamás. Este lugar también me viene envuelto en olor a castañas asadas y a paella popular de cuando iba con mis hijas a celebrar el Día del Cerro.
Hablo de edificios, monumentos y paisajes, pero igual podría hacerlo de sus gentes y costumbres. La manera de ser del gaditano, tan liberal y abierto, me encantó. Sin darme cuenta empecé a apreciarlo y a parecerme a él. Esa generosidad y comprensión ante los más diversos problemas me sigue sorprendiendo tantos años después. La manera de hablar, tan diferente a las gentes y pueblos de Jaén, yo procedo de uno de ellos, en concreto de Mengíbar, se me fue metiendo por los poros de la piel, y sin darme cuenta cambié ese -ico con el que terminaba los diminutivos por un -ito que ahora utilizo. Hasta expresiones, como quillo o cañaílla, que al principio me chocaron y parecieron vulgares hoy se me presentan pletóricas de gracia, y, sin duda, un ejemplo de lenguaje natural y autóctono. Yo mismo las utilizo más de una vez.
A lo largo de estos veinticinco años he hecho muchas cosas interesantes que difícilmente hubiera desarrollado en otro lugar. Aquí empecé a escribir con más asiduidad y empeño, intentando mejorar estilo y ampliando mi visión de la vida, para ello fue fundamental mi incorporación a la Tertulia Río Arillo, a la que pertenezco desde hace muchos años. Paralelamente llegaron las primeras publicaciones, premios literarios y libros. Aquí aprobé mis oposiciones a Secundaria y hasta he casado a una de mis hijas. En San Fernando compré casa y he trabajado en diversos centros educativos de la ciudad, primero en colegios y después en institutos. Años intensos y fructíferos los vividos aquí. Hasta hice un montón de amigos, a los que quiero como esa familia que no tengo en tierras gaditanas. De algo de lo que me siento especialmente satisfecho fue de mi participación en el Bicentenario, en 2010, donde tuve un papel destacado en algunos de los muchos actos que se desarrollaron en la ciudad. Fue gracias a un encuentro fortuito con Pepe Quintero, coordinador de la Oficina del Bicentenario e impulsor de todas aquellas actividades que buscaron estudiar y revisar la historia para darle a nuestra ciudad ese importantísimo papel que tuvo durante la Guerra de la Independencia y en la apertura, en 1810, de las Cortes en el Teatro Cómico de la ciudad, que aprobarían dos años después, ya en Cádiz, la Constitución de 1812. Podría seguir haciendo un amplio listado con las múltiples actividades culturales en las que he participado durante estos veinticinco años, pero no es este el objeto de mi artículo, sino el de rendir homenaje a una ciudad y a unas gentes que nos acogieron con agrado y cariño, dándonos la oportunidad de crecer profesionalmente y como personas. A cambio yo le he entregado lo mejor de mí, sobre todo el reconocimiento de que es el mejor de los lugares para vivir. Belleza, buen clima, ambiente tranquilo y, sobre todo, la calidez de los isleños para tratar y recibir al forastero así me lo aconsejan.
Empezaba diciendo que en estos días celebro mis bodas de plata con la Real Isla de León, San Fernando. Sirvan estas palabras como declaración de amor hacia una ciudad y una tierra que me han dado la oportunidad de ser feliz.
Ramón Luque Sánchez
ay teneis gaditanos amargaos que viviis en la isla y la ctiticais.no todo er mundo puede vivir en la isla.
Para poner un comentario como el que has publicado, mejor ni te molestes. Parece mentira que en los tiempos que corren todavía se tenga esa mentalidad tan pueblerina. Por cierto, en la isla vive quien quiere, y tiene dinero para comprar algo, como fue mi caso, que llevo 16 años aquí y soy de Cádiz. Y criticaré lo que , en mi opinión, esta mal de la ciudad, al igual que lo hago de Cádiz. A ver si ahora vas a venir tu a decir quien puede vivir aquí, y de que se puede hablar !!!