Un salvamento inesperado
Hoy hace exactamente alrededor de 19 años de lo que voy a describir a continuación por no poderlo olvidar cada vez que se cumple el día y que a pesar del tiempo transcurrido, siento el deseo, de elevarlo al conocimiento de mis lectores y del público en general haciendo honor al epígrafe de esta sección en la que escribo por encajar como -el relato de una triste vivencia- en la que participe con resultado feliz y dice así:
Conocía a Paco (Francisco Ruiz Brenes) que más adelante sería -Superpaco- sobrenombre que acuñó como portero de fútbol. Y lo conocía desde la más tierna infancia y por la propia circunstancia de la vida ya que vivía en la calle Patrón, hoy Servando Gutiérrez, muy cerquita de un colegio propiedad de mi padre, la Academia Vieytes, que estaba en la citada calle, un poquito más abajo, razón ésta, que fue el motivo de que sus padres lo inscribieran en ella.
Así que concurría dos circunstancias muy cercanas; por una parte la vecindad y por otra el colegio, con lo cual puedo decir con absoluta certeza, que ya desde muy niño apuntaba sus buenas maneras y sus mejores cualidades para el fútbol, especialmente en su calidad de portero -puesto- en el que siempre jugaba, haciendo tremendas, espectaculares y temerosas paradas en los partidos, que se organizaban en la calle antes de entrar en el cole, teniendo en cuenta que en aquella época, por césped se tenía el empedrado de dichas calles.
Esto, sucedía con relativa frecuencia y francamente yo lo pasaba bastante mal, porque veía con que ímpetu se estiraba para atrapar la pelota en aquél duro pavimento de chinos peludos y puntiagudos. Los chiquillos del barrio alucinaban de la destreza, el temperamento y la vehemencia que ponía en el juego. Meterle un gol era algo imposible. Suponía algo peor que librar una dura y auténtica batalla.
Y así sucedían los días en aquellos preciosos y felices años, escasos en muchas cosas, pero ricos, muy rico en la alegría y en la inocencia de la niñez. Pero con el paso del tiempo lógicamente fuimos creciendo y abandonando aquellos hábitos callejeros para tomar otros más serios o tal vez más responsables. Y cada cual optó por lo que se proponía hacer en la vida y nos distanciamos.
No obstante, aunque en la distancia nunca le perdí la pista. Y a través de la prensa no sólo me informaba de sus aventuras futbolísticas, sino de cómo y de qué forma fue escalonando hasta situarse en la élite del fútbol español, llegando a internacional; jugando con la selección española, ahora -la roja- cuya denominación dicho sea de paso, la ha impuesto los medios actuales a partir del mundial de Sudáfrica donde se proclamó campeona del mundo.
Y tras su periplo por el fútbol, le perdí la pista, si bien no definitivamente y en cierto modo era una consecuencia lógica, porque había dejado de ser noticia mediática. Por otra parte normal: ‘tanto tienes, tanto vale’. Pero -el dicho- en el caso de Paco, no encaja de ningún modo dado su carácter hospitalario, inquieto, resolutivo y tremendamente generoso.
Soy mayor que él, pero no demasiado, comencé a dar clases siendo muy jovencito en la academia de mi padre citada anteriormente por necesidad de este relato y nada más, motivo por el cual, lo tuve como alumno. Creo que a él, esta circunstancia y las anteriores jamás se le han olvidado por las muestras de cariño que me ha dispensado cada vez que la ocasión lo ha permitido.
Sucedió que entre 1995 y 2003, trasladé mi domicilio transitoriamente a Roche, y exceptuando festivos y no todos, prácticamente iba a dormir. No obstante esta situación no me impedía recorrerme la urbanización cuando podía. Cierto día me encontré con él, convertido ya en propietario de un restaurante denominado, El Timón de Roche, situado en plena costa a pie de playa, en donde se contemplan las mejores y más espectaculares puestas del Sol, que los alemanes e ingleses allí residentes visionan felices cada día que es posible -que prácticamente son casi todos por no decir todos- otorgándoles al unísono un caluroso aplauso a dicho ocaso. Aquello fue para mí y creo que para cualquiera que lo hubiese contemplado por primera vez, un verdadero espectáculo.
Y digo esto porque a partir de aquel día, después de mis esporádico paseos solía pasar por aquel restaurante para presenciar otra vez aquel maravilloso ocaso del Sol y mientras esto transcurría, coincidió con un día como el de hoy hace ya unos diecinueve años según he citado al principio del presente artículo, cuando de repente alguien llegó muy apurado dando la voz de alarma con la noticia de que su hijo Pepe, el segundo de los varones, había perdido el control de un Catamarán, que precisamente estrenaba ese mismo día y se perdía mar adentro.
La mar estaba picada, la noche acechaba y Salvamento Marítimo no respondía. Llamé a mi hermano que disponía de una pequeña embarcación en el puerto de Conil y con él y el hijo del farero de Cabo Roche, nos lanzamos en su busca. Logramos rescatarlo no sin dificultades y a duras penas ya en situación de hipotermia ¡Pero lo conseguimos! Lo que sigue después carece ya de importancia, salvo los comentarios propios del hecho y del suceso. Fue una auténtica paradoja de la vida. ¿Quién me iba a decir, que intervendría en aquel -salvamento tan inesperado- del hijo de un niño al que le enseñé a leer y a escribir y que se consagró futbolísticamente como Superpaco? ¡Cosas de la vida y de la providencia divina!