Con sabor a cañaílla
Sí, con sabor a cañaílla. Y no se trata de una frase cargada de aforismo. Ni tampoco se intenta abundar en los consabidos tópicos. Sino que lo hago conscientemente desde la realidad de mis sentimientos y de mi amor por La Isla -proclamándolos aquí- muy fuerte y públicamente.
¡Sí con sabor a cañaílla! Y así lo reitero convencido porque muchas de nuestras señas de identidad han desaparecidos. Algunas de ellas de manera increíbles, aunque afortunadamente quedan otras, qué al menos, deberíamos conservar.
Son tantas las cosas que se han esfumados ya, que enumerarlas todas, nos llevarían a una larga lista de despropósitos, de recuerdos vividos, de añoranzas perdidas, de disgustos obligados y, sobre todo, de impotencia por no haberlos detenidos a tiempo.
Son resoluciones de las que más duelen, de las que más trabajo cuestan encajar por su importancia y por sus emplazamientos en el corazón de La Isla. Me refiero, como no, al conjunto desordenado de los edificios y viales, entre otros, que forman la Plaza de la Iglesia y las dos esquinas que flanquean la calle Rosario. Calle que además de Rosario también se llamó Ramón Auñón y Calvo Sotelo.
Zonas de paso cotidiano, casi obligado para centenares de cañaíllas. Esquinas ocupadas hoy por dos edificios desafortunados en cuanto a que sus construcciones desentonan considerablemente con el resto de la emblemática calle comercial, de por sí ya bastante transformada.
En sendas esquinas existían dos carismáticos establecimientos muy representativos de la ciudad: Créditos Ruca y el Patio de Maestro Luis, que eran flujos y reflujos de muchos parroquianos que con frecuencia visitaban.
El suntuoso edificio que hacía esquina con la calle Vidal, hoy González Hontoria, albergó primero un Ambulatorio, después Créditos Ruca; conservando no obstante su estructura hasta que se derribó y se convirtió en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Cádiz, perdiendo entonces toda su anterior fisonomía. Luego cambió de nombre la entidad denominándose Unicaja. Y más tarde se transformó en viviendas como ahora las conocemos.
En suma aquel edificio espléndido de estilo arquitectónico de casa grande, señorial y rica en herrajes, forjas, ornamentos, capiteles, relieves, cornisas y filigranas, se esfumó para siempre.
Y enfrente el Patio. ¡Ah el Patio de Maestro Luis! Símbolo de cañeros, manzanillas, finos, cervezas, ‘biemesabes’, ostiones al pregón recomendable de un simpático mariscador apodado -el pingüino- que pregonaba en la puerta de dicho establecimiento su mercancía a la voz de: ‘ostiones pá los nervios’.
Mesitas al fresquito en verano en el callejón que hoy conduce a la Plaza Juan Coello. Así como reservados interiores de por medio en invierno. Era parada obligada para el descanso y el sosiego, el trato, la tertulia, la conversación agradable y el tentador aperitivo.
Hoy encima del túnel que accede a dicha Plaza, existe el resto de una fachada con apariencias de inacabada que ostenta como remate unos balcones de cierros desnudos y oxidados…
Uno y otro edificio configuraban aquellas esquinas (una más definida que la otra) pero en perfecta sincronización de estilo y comercio. ¡Qué conjunto más armónico! Sin embargo uno y otro también sufrieron los efectos de la pala excavadora.
En el Patio, los parroquianos y los visitantes esporádicos, se entonaban con las copitas que les predisponían con absoluta avidez y sin pensarlo mucho, cruzar la calle dispuestos a firmar cuántas -letras de cambio- fuesen menester. Modalidad ésta, de la que la citada firma fue pionera en la ciudad.
Dicha modalidad permitía adquirir a largos y cómodos plazos, la radio apetecida, la nevera (el frigorífico) o la estufa necesitada. Y justo pegado al Patio, otro edificio magnífico y no menos emblemático, que los anteriores: el comercio de muebles de Carlos Bueno, que tenía un amplísimo escaparate exhibiendo los casamenteros dormitorios y otros muebles propios para la composición del hogar. De dicho edificio queda la planta alta, porque en la baja se instaló el Círculo de Arte y Oficio.
Y todas estas efímeras pinceladas servirían como comienzo para seguir esbozando cuantos negocios y edificios se nos fueron con el paso del tiempo y en sus lugares surgieron otros rompiendo la fisonomía del entorno por diversas causas o tal vez debido más a las circunstancias, que a una política urbanística más acertada
Pero este no es mi único propósito, sino señalar también de la misma manera qué, si bien se perdieron tantos vestigios públicos, aún se conservan otros privados gracias al espíritu y al amor de sus propietarios que heredaron de sus mayores.
Es el caso de la bodeguita particular y privada que en la calle Almirante Cervera, posee nuestro paisano L. Rubín de Celis, más conocido por el sobrenombre del Nani. Y en ella he tenido la oportunidad de degustar los ricos vinos: finos, amontillados y olorosos que salen de sus cuidadas botas; las mismas que otrora estuvieron en la tienda del Deán, que regenteó su familia, y que también ha desaparecida; convertida hoy en una ferretería, conocida como la de Ruceco.
Aquella tienda fue símbolo y cátedra según los ‘entendidos’ por la exquisitez de sus vinos, por el tratamiento a los que eran sometidos. Y sobre todo porque eran escanciados directamente desde las canillas a las relucientes copas y catas de fino y limpio cristal, donde su color y su sabor adquirían el más puro de los dorados y selectos líquidos amarillos.
Sin embargo lo que más me llamó poderosamente la atención, fue la gran cantidad de recuerdos guardados, las curiosidades, las pequeñas piezas, las herramientas y herrajes, los mosaicos, anafes, fogones, cafeteras, molinillos que allí se conservan entre otros objetos; todos ellos llenos de tipismo al más genuino y antiguo sabor a cañaílla.
Fue un rato de tertulia agradabilísima y pensé ¡Todo no se ha perdido! Todavía quedan muchos y buenos cañaíllas, que como el Nani, respetan y conservan las costumbres de nuestra querida tierra.