Patrimonio isleño: la re-evolución del pueblo
Recuerdo, no hace tanto, cuando lo que hoy es el Real Teatro de las Cortes, allí donde hoy reza lo que es y el acto patriótico que se llevó a cabo en él esculpido en lapidaria letra negra, existía un rótulo que, interiormente, me hacía cantar con voz de chica del Telecupón que rezaba: Bingo.
Seguro que no es algo desconocido para muchos que aún verán, ya en tonos algo descoloridos, aquella esquina desconchada del Real Bingo, perdón… Real Teatro de Las Cortes. Estoy hablando de finales de los años ochenta, principios de los noventa.
Por aquellas calendas, seguro que también recordará alguno cuando San Fernando y Chiclana peleaban, en las Administraciones, por hacerse con los favores de un templo hundido bajo la propia desidia de los gobiernos locales de esta Isla mía. Y, en aquella misma época, el Castillo de San Romualdo era una suerte de centro comercial y de ocio; como Bahía Sur, pero a base de un par de negocios dedicados al aluminio y al cristal, y en la portada principal no había blasones, sino unas letras rojas que anunciaban el porqué de su banda sonora a base de cacareos: la peña gallística.
En nuestros paseos cotidianos por la 'callerreal', pasábamos frente a inadvertidos monumentos arquitectónicos, y no es que fuesen invisibles, no… tan solo ignorados. Denostados por el pueblo que creció junto a ellos, sin ser éstos conscientes de tal vileza.
Estaban ahí. Mudos. Quietos. Soportando calores y fríos, lluvias y vientos. Desplantes de unos, sentados tras las mesas de la lenta 'burrocracia', y desprecio de otros que no se interesaban lo más mínimo en conocer los testimonios que guardaban dentro de sí; en el mismo hormigón, en cada herraje, en cada caliche que se caía de sus paredes a modo de lágrima de rabia por su abandono. Y esos eran los que teníamos más a la vista, de aquellos que se encontraban ocultos o alejados del paseo de cada tarde, perdidos en la nada de descampados o tapados por el velo de la dependencia militar, qué decir (y eso que la herencia castrense es la que, podríamos decir, menos perjudicada ha resultado).
Sin embargo, entre tales y cuales, un legado desahuciado, maltratado y humillado, condenaba a la propia ciudad que los albergaba a ser testigo de la mayor desidia patrimonial e histórica.
Hasta aquí ese ha sido el devenir en este sentido de La Isla. Y no digo nada nuevo que no se sepa. La triste realidad nos cubre con ese manto de la ignorancia sobre nuestras pertenencias legítimas, como ciudadanos, de la dote que se nos dejó para ser admirada, conocida, promulgada y cuidada.
Pero hete aquí que, parafraseando al Quijote, ¡Sancho, con el pueblo hemos topado!
Al igual que ocurriese en el siglo XVI, donde el hombre despertaba de los dogmas impuestos, y abría sus ojos a otras formas de ver lo que le rodeaba, en esta tierra también llegó lo que podríamos llamar como el periodo del Renacimiento isleño. Un movimiento surgido de la propia calle, con el deseo de acabar con el inmovilismo de las instituciones, con el hervor mental de las políticas locales en cuanto a heredad patrimonial, con el oscurantismo y aturdimiento sobre las realidades del pasado que ha dado pie a confusiones y errores de la Historia de la propia ciudad.
Ha sido el hartazgo ante los brazos cruzados de los acomodados en sillones del desgajado palacio consistorial -como principal y necesario actor-, lo que ha promovido iniciativas participativas de los cañaíllas de a pie (usted mismo que lee esto ahora, quizás) para movilizar conciencias, a distintos niveles, sobre la necesidad imperiosa de reverdecer aquello que lleva tanto tiempo pudriéndose bajo el sol y la sal de esta tierra: nuestra memoria, junto a nuestros monumentos emblemáticos, los visibles y aquellos que han quedado como meras pajeretas donde hacer pintadas, o como reliquias que están ahí, a las que les han obviado el auténtico valor que poseen.
Parece ser que, al fin, el isleño ha despertado del coma inducido por el desinterés, la desinformación y la poca honestidad al sumirlo, desde instancias interesadas, en un estado límbico, donde se ha aprovechado para invertir más en nuevas obras interminables, que en proyectos de recuperación y conservación.
¿Será verdad aquello que la revolución que nace del pueblo, es la evolución que cambia las normas establecidas? ¿Una re-evolución?
Estoy plenamente de acuerdo con la iniciativa en cuanto a contrarrestar esa apatía de siempre por parte de los isleños respecto a su patrimonio. Dudo, sin embargo que sea el mismo pueblo isleño el que ha revolucionado o evolucionado, eso no va en nuestros genes. Vamos, que sería otro pueblo isleño. Otro riesgo, quizá el mas importante, es permitir que la batuta de esa evolución la lleven los políticos gobernantes.