Aquellos maravillosos años
Eran siempre las cinco en punto de la tarde.
El día había transcurrido entre el colegio, aquellos años se iba a la escuela a jornada partida, y los juegos de pelota en los manchones que colindaban con las casas del barrio. Hasta las cinco en punto de la tarde, hora en la que se iba a casa a merendar, un café y poco más, para emprender el camino que se hacía, como buen caminante, desde su casa hasta la biblioteca. El camino tenía dos alternativas, pero nunca supo el motivo por el que algunas veces tomaba una ruta y a veces otra.
La primera ruta bajaba por calles escondidas, parecía un poco más largo pero le hacía pasar más desapercibido. Además, ese camino pasaba justo por delante de la puerta de la casa de aquella morena preciosa que cada día, a la misma hora, lo esperaba para regalarle su sonrisa, para hacerle notar su presencia. A él le gustaba mucho aquella morena de piel atezada, pero siempre pudo más el miedo al rechazo y una timidez excesiva que todavía lo acompaña. Se limitaba a devolverle la sonrisa, a decirle adiós, hasta que llena de obviedades se cansó de esperar a que diese un paso que no se atrevía a dar y que, empero, nunca fue capaz de dar.
La segunda ruta pasaba por la cuesta de los gitanos. Era un camino más recto, tal vez más rápido, pero sin aquellos ojos negros que tan bien lo miraban. La mayoría de las veces ese camino se hizo el camino de vuelta.
Se llenó de casas antiguas con historias de fantasmas entre las paredes, de alguna que otra vecina que cada día daba las buenas tardes, de la tienda del amigo en el que, cuando podía, compraba cualquier cosa para llevarse a la boca.
Eran las cinco en punto de la tarde cuando daba un giro a la vida.
Allí, en aquel extrarradio, la marginalidad ensuciaba las calles. Madrugó a la vida por aquel suburbio, muladar de almas, donde las tentaciones le agarraban los pies para que no se marchara. Los amigos eran colegas y un par de bares de mala muerte eran al mismo tiempo refugio de buscavidas, cine, casino donde los vecinos se jugaban a las cartas incluso lo que no tenían –envites, ases y sietes, cartas marcadas, broncas, ruina –sanedrín donde los entendidos discutían de todo, casi siempre de política y de fútbol.
Caer en la tentación era bastante fácil, era eso o aislarse. Salir de aquel mundo gris oscuro, prácticamente negro. Tener la valentía de decir que no, con todos los daños colaterales que esa negativa implicaba. Pero siempre ha sabido decir que no a lo que no necesita.