De cuando el tiempo pasa
Allí está, a la orilla de la playa, con el agua lamiéndole los pies, con la sonrisa escondida, con la mirada afilada por los años. El tiempo se la comido lentamente y se ha instalado en su cuerpo: en el relieve de su piel, orografía de una experiencia que se acumula en los alrededores de su cara; en sus ojos con marcas de risas y de lágrimas; en los huesos enmohecidos de tantos inviernos; en las mañanas eternas que empiezan en la misma madrugada; en el olvido haciendo un nido en su cabeza; en los temblores que le ametrallan las manos; en la desnudez que vuelve la cara a los espejos; en las canas, maleza del tiempo que le aturrulla. Los años sí, han llegado ya después de una lucha incesante para sacar adelante la vida, esa que ahora le mira con respeto. La zona cero del tiempo.
No le pasa nada, tan solo está gastada, tan solo acumula cansancio, tan sólo está ante un destino inevitable. Se ha ganado a pulso las arrugas, el tórpido caminar que le hace más larga cualquier distancia y por eso desenvaina el báculo cuando, ya en la arena, se ayuda para la vida.
Ella, la dueña del tiempo que le ha abotonado la sonrisa, la misma que alguna vez tuvo mal genio, alguna vez derrochó ternura, alguna vez estuvo a punto de morir, alguna vez vivió un guerra, alguna vez una posguerra, alguna vez fue todo y alguna vez fue nada. Y ahí la tienes, disfrutando en cambio del tiempo libre que se ha ganado, de la vida que le queda, que ojalá sea mucha, que ojalá sea eterna. Yo la miro con todo el respeto y admiración, con todo el cariño que merece.
Al otro lado estás tú, riéndote de ella, con tu aberrante decadencia cultural, con tu juventud, y sería injusto no decirlo, con tu belleza – aunque lo que ha levantado tu hermosura ha derribado tu obra -, incapaz de saber que esas dos cosas serán lo primero que pase en tu vida y ya no quedará de ti nada, porque no te quedan valores.
Como digo estás tú, poniendo en duda su derecho a seguir viviendo, justificando con ella la ruina de un país al que, sin embargo, habría que ver lo que tú le produces, pero ese es otro tema. Tus frases lapidarias: “los ancianos viven demasiado y son un gasto innecesario, que si pensiones, que si gastos en medicinas. Habría que dejarlos morir, o sacrificarlos” se me clavan en lo poco que me queda ya de alma. Alma que me ha robado ya gentuza como tú, y como esos que están contigo y te ríen la gracia. La gracia que no tiene gracia ninguna.
Sacrifícate tú, te diría, pero nunca he deseado para nadie la pena de muerte, aunque es verdad que hay muertes que no me dan pena.
Y sólo me queda mirarte de reojo descubriendo el vacío que tu única neurona produce en tu cerebro, oyendo como tienes faltas de ortografía incluso cuando hablas. Y a ella en cambio, la veo alejarse del mar con la ayuda de aquellos que todavía la quieren, porque con los años también ha sabido ganarse el cariño.
Aprende. Aprende de esos años, de ese tiempo, de esa vida, de esas manos.