La patera Caronte
El mar tiene hambre, y cuando el mar tiene hambre le importa poco el hambre de los demás. Le importa poco hacia dónde va o de dónde viene, le importa nada todo. Y cuando el mar tiene hambre se viste de negro. Negro y racista, incongruente. Negro como la piel hambrienta, que por algo ha sido siempre negra el hambre. Negro como el hombre sin nombre, como el ser humano sin apellidos, como la mujer que aguanta el dolor cuando el sol se la está comiendo. Negro, como el calor cuando le deshidrata las entrañas. Negro como yo cuando miro al cielo y en vez de santiaguarme hago la señal de la espada.
A un lado del mar -el mar del dolor, Aqueronte, un Estrecho que no se acaba nunca- la miseria se empeña en dejar secuelas en la vida de la gente; de aquellos que suponen el paraíso, ilusos, que viene de ilusión. La ilusión de un mundo mejor.
Al otro lado el sueño inventado por gente sin escrúpulos que les venden un edén, que sí que existe, no nos engañemos, pero no para ellos. Para ellos la ruina de la incertidumbre, el posible regreso, ¡qué corto se hace el camino de vuelta! ¡Qué cerca está el fin del mundo!
Y en medio del mar, la patera, Caronte, en la que viajan almas en pena, ya la mitad sin vida, ya la otra mitad con la piel gastada. Desorientados, a merced del agua y de los vientos, a merced del mar que puede que se los trague, perdida la noción del tiempo y todas las demás nociones, sin más idioma que el de unos ojos que gritan de miedo.
Vienen cargados de imágenes: un horizonte oscuro, el rostro cansado, confusos, la mirada implorando, aliento de sangre, la pena de haber tenido que dejar el cuerpo sin vida de su hermano en el fondo de las aguas, la de meter a los hijos en el infierno porque el infierno es más seguro que su casa.
Caronte los abandona en una playa de julio que los recibe. Algunos con lástima y otros con la risa macabra del racismo, el chiste malo de quién no tiene gracia ninguna. Menos mal que no entienden el idioma, “sucios inmigrantes”, “vienen a robarnos lo nuestro”.
Menos mal que esos insultos duelen menos que el estómago vacío, que la sed que inunda sus cuerpos, que la fe en un Dios, se llame como se llame, que también, ¡que casualidad!, como Caronte, los ha abandonado. Menos mal que el racismo duele menos que el cuerpo ahuesado de los niños.
“Váyanse a su casa”. Menos mal que esta casa también es mía y en mi casa entra quien a mi me da la gana. Mía y de quien le auxilia y le da agua. Porque, enemigo xenófobo y racista, da la coincidencia de que éste país también es mío y a mí no me sobre nadie, al contrario, falta mucha gente que se ha quedado en el camino.