Amor insuperable, doliente y triunfante
La Semana Santa que se inicia el domingo de Ramos es, ciertamente, la celebración de los misterios de la fe cristiana. Inmediatamente nos introduce en la Pasión de Cristo donde podemos ver el doble drama en el que estamos implicados: el del viejo Adán o el de Cristo, nuevo Adán. Tenemos que escoger entre el camino de la soberbia rebelde, como en el caso del primer hombre, o, por el contrario, siguiendo a Cristo, caminar desde la humildad a la gloria. El Hijo de Dios escogió el camino opuesto al de Adán: se humilló y se hizo obediente hasta la cruz. El drama de Cristo comienza cuando decide hacerse siervo de los hombres. En el evangelio de San Lucas la pasión de Cristo comienza en la celebración de la Cena donde Jesús pregunta a los discípulos: "¿Quién es más, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (Lc 22,27). La desobediencia de Adán fue redimida por la obediencia de Cristo y, gracias a esta obediencia, el hombre, todo hombre, puede recuperar su dignidad perdida.
La pasión de Cristo es el mayor servicio prestado a los hombres pues nos muestra el camino a la gloria, nos arranca de la esclavitud, y nos convierte en siervos de los hombres. En esto consiste la dignidad humana y el verdadero señorío, ese que pretendemos lograr equivocadamente mediante el poder, el dominio y la manipulación de los demás. Cristo se anonada, se abaja hasta nosotros como buen samaritano, para servir al malherido del camino, que es símbolo de la humanidad dañada por el pecado.
Jesús aclamado con palmas y vítores entra triunfante como Rey en Jerusalén. Aunque de algún modo se anuncia ya el triunfo de la resurrección enseguida aparece Jesús como un condenado a muerte que carga sobre sí mismo el pecado de los hombres. Es el Siervo de Dios y de los hombres, cuya misión es desandar el camino de Adán: desde la esclavitud a la gloria. El Cristo que carga con el madero de la cruz y sufre los tormentos de la pasión es la imagen de lo que el hombre es cuando se deja dominar por la soberbia de creerse Dios y poseer el dominio absoluto sobre el mundo y los hombres.
Lo indignante del sufrimiento, como decía Nietzsche, no es el tormento físico, sino su sinsentido. El sufrimiento es el lugar en el que la vida es mordisqueada por la nada, el punto en el que la finitud se separa de Dios y se vuelve una afrenta para
sí misma. Puesto que en el daño no parece estar Dios ni se le espera, el hombre cae en la desesperación. Justo en ese lugar desangelado es donde ha querido presentarse Jesús, pues, en la cruz ha sido abandonado por el Dios al que Él llama de una manera muy especial su Padre, con el que está unido como ningún otro y en cuyo seno siempre descansa. En la cruz Dios asiste a su propio abandono, se aísla de sí mismo, para estar con nosotros donde estábamos sin Él. Al hacerlo así muestra que el dolor alcanza el interior de Dios, en su mismo centro, entre el Padre y el Hijo.
Sólo un hombre nuevo, restaurado según la imagen de Cristo, puede ser rey de lo creado y conducir el universo hacia su fin último. Por eso esta lección no es meramente teológica, sino también moral. Sería un error quedarnos en la piedad superficial que se reduce a las emociones externas si no entendemos que Cristo ha venido a restaurar el orden social dominado por el pecado del hombre. Es propio del cristiano acompañar en el sufrimiento, porque responde a la compañía que Cristo ha tenido con nosotros al padecer y morir en la cruz.
En la Semana Santa, muy cerca de Cristo, Siervo sufriente de Dios que carga con nuestras enfermedades y dolencias —físicas y espirituales—, vence la muerte con su resurrección. Si nuestra mirada se centra en el Calvario de Jerusalén rememorando aquella etapa final del recorrido de Jesús por la Vía Dolorosa descubriremos que la cruz no es ya el signo del castigo, sino de la proximidad de Dios. La cruz es la caridad divina transformada en misericordia y, por tanto, convertida en sufrimiento. La cruz no es solo el madero donde colgaron al Señor. Es también la oveja perdida reencontrada por el buen pastor, cargada sobre sus hombros y llevada al redil, porque, como bien sabemos, amar a alguien es cargar con el. Y Jesús carga a todos los hombres del mundo, a cada uno de nosotros. Todas las raíces del mal, todos los efectos del pecado, están ahora sobre los hombros del Señor. La cruz es presencia del amor crucificado, es la bondad que llega al límite, es el árbol de la existencia donde tiene lugar la entrega de la Vida. De la compasión de Cristo brota la fuente de la que se empapa la Iglesia para ser hospital de desvalidos y un estandarte de belleza para construir un mundo nuevo. Es una gracia poder saborear en la Semana Grande el insuperable amor de Dios, doliente y triunfante, escuela de vida y consuelo en la fe que repara el corazón humano herido.
Mons. Rafael Zornoza, Obispo de Cádiz y Ceuta