A la sombra de los árboles
Los árboles que estaban frente a la hilera de casas de aquella barriada daban fresco, daban paz, y daban vida. Todavía recuerdo la imagen de ancianos, niños y demás patulea pasando la tarde al cobijo de aquellos árboles grandes y hermosos.
Alivio de calores, entrañas de julio y agosto, cuarenta grados que parecían la mitad cuando eran a su sombra. Las abuelas haciendo punto -unos patucos para el nieto de la hija mayor que ya estará cumplida para tosantos-. Los niños jugando, peleándose, llenos de churretes la cara y de restos de hierba los pantalones, y de cicatrices las rodillas. Los más ancianos sentando cátedra en las cosas del campo, lecciones de vida, la sapiencia de la edad. Era una hermosa tertulia desde las cuatro de la tarde hasta que el sol desparecía. Así, cada día, se pasaba el peso de la calor, hasta el otoño.
Pero llegó el progreso y había que robar el sitio a los árboles centenarios. Lo primero fue un incendio, nunca se demostró, pero siempre se supo que fue provocado. Hubo quien se frotó las manos y hubo quien se llenó los bolsillos. Había que construir viviendas y el sitio era idóneo, lo mas parecido al paraíso.
Sólo quedaron los pinos más cercanos al borde de la carretera. Desaparecieron los pájaros y todos los demás animales -sólo quedaron mosquitos y ratas que todavía campean a sus anchas-.
Luego del incendio llegaron los listos, los mandamases a los que les estorbaban los eucaliptos, o la gente que todavía pasaban las horas a la orilla de la sombra gris de aquellos árboles y los arrancaron, de cuajo, para hacer las aceras más grandes, para poner dos bolsas de aparcamientos, para que el ricachón de turno tuviese un porche mas amplio a la entrada del chalé. Sea como fuere aquel viejo eucaliptal desapareció de golpe y porrazo. Y con ellos la vida.
Y esas calores de julio y agosto son ahora olas de calor, efectos de la deforestación y del cambio climático, rescoldo de las miserias de seres humanos a los que sólo les puede la codicia, que han invadido terreno a una naturaleza que se defiende como puede y que terminará por derretirnos o por ahogarnos, o las dos cosas. Porque árboles como esos, o parecidos, han ido desapareciendo de las ciudades. Y no es sólo la sombra, es el oxígeno que un árbol desparrama por un aire que es cada vez menos respirable, es la suciedad y el humo que ya no se filtra en sus hojas y la hermosura de un árbol, algo que ni el más hermoso edificio puede superar. Pero nada, ahí siguen en el empeño, ahí seguimos porque indudablemente la culpa también es nuestra. Sobre todo, nuestra.