Buscando girasoles
El martes por la mañana se ha despertado como un sábado relajado en los que la taza de café sonríe oliendo a café recién hecho, con la música que escuchaba en mi adolescencia y bailando a solas mientras voy recogiendo la casa. Aquellos años en los que mis pocas preocupaciones eran sacar buenas notas, portarme bien en casa y disfrutar todo lo que podía, mientras aguantaba los tacones puestos estoicamente hasta la madrugada.
Sigo siendo feliz con el sol de frente aunque hayan pasado treinta años. El mar me sigue susurrando paz en cada ola que se rompe en la orilla. En silencio lo disfruto, mientras me siento afortunada por todo lo que me rodea, agradezco inmensamente el privilegio de estar viva, de amar, de sentir y de poder tener a mis seres queridos lo más cerca posible. Lo de ser amada como yo lo soy, es sencillamente inexplicable con palabras.
Ahora es más fácil verme en zapato plano, con una rebeca cerca dentro de un bolso enorme y viviendo más de día que de noche, pero con las mismas ganas de luchar por lo que merezco, buscando ese campo de girasoles donde zambullirme y reirme hasta la saciedad.
No quiero que me falte luz, ni claridad en el alma. Abro las ventanas, las puertas y sobre todo los brazos.
Presente, hoy, es lo que importa ahora mismo. Nada más. Abrazo todo lo que me hace bien y lo dejo dentro de mi vida, mientras el atardecer me recuerda que tengo todas las oportunidades posibles que yo quiera.
Ama, con todas tus fuerzas, ama hasta reventar porque volverás a llenarte de amor aún más profundamente.
Mereces amor incondicional, que nadie ni nada te haga dudar de eso.
Léelo de nuevo.
El planeta debe rebosar muchísimo amor, es lo único que nos salvará de ésta mediocre existencia.