Mi viejo barrio
Aquel barrio periférico huele todavía a pueblo viejo, a humanidad. Las mujeres en bata saborean un café tempranero en la puerta de sus casas, anticipo de los quehaceres diarios; las nubes han borrado los colores del día anterior. A escasos metros la abuela se asoma a la ventana de tosco alféizar, puerta exigua.
Un reloj, midiendo el tiempo que le queda, es su aureola. La cuenta atrás de una vida en agraz, amenazante. Tiene la cara vestida de telarañas y sus ojos, tristes, secano de sentimientos. Parece la abuela una virgen tallada que recuerda tiempos mejores. Un guiñapo descolorido es el solitario adorno del altar que parece su casapuerta. Y gira el mundo mientras la vida pasa, queda solo la soledad aromando el ambiente. Se queda sola a orillas del mundo.
Y allí, junto a la imagen de aquella virgen pintada de negro, el pasado se enhebra y los escombros de aquella juventud mía de entonces se agarran, como enredaderas a cada rincón de esta memoria que juega a los dados, poniendo entre paréntesis esta madurez que ahora me corroe.
Pisar nuevamente las calles de este barrio es mirar dentro de mí mismo, repitiendo la vida en la vida mía. Reviviendo. Lo que fue mi infancia deambula por los rincones aquellos que nada tienen que ver con estos. Son distintas las calles, las plazas, los patios, la gente, la vida… Hoy manejo el paso del tiempo con más cautela. Ni el barrio ni yo somos ya lo mismo. Todo está cambiado por el tiempo. El mismo tiempo que ha recorrido sus calles, se ha colado en sus casas y ha maltratado a su gente.
El tiempo es testigo de aquella homilía de los buscavidas pregonando piñones a precio de saldo, de aquellos abrazos que entonces parecían un sueño y se han transformado en una decepción compartida, y también de aquellos besos.
El tiempo, siempre el tiempo, que nunca se apaga. Que no cesa en su empeño. Hoy, herido por los años, recuerdo a este barrio de casas pequeñas y blancas en hileras de tres con dos plantas cada una. Seis casas distintas, seis familias distintas. El mundo era allí tan diferente que la gente no tenía ni nombre, se llamaban unos a otros por sus motes, más o menos cariñosos.
(…) Mientras divago en este soliloquio, llega la noche a los adentros de mi viejo barrio. Pero quiero perderme también por sus alrededores, por aquellas esquinas atestadas de recuerdos. Por este barrio, cantón independiente de mi adolescencia.