La espina clavada
Después de la cafetería viene una calle llena de tumores malignos, una carretera obsoleta, un giro a la izquierda, un camposanto. No pudimos despedirnos, aquellos amores baratos salieron demasiado caros.
Y acaricio con los dedos la fría lápida. Blanca, con el dibujo de un ángel arrodillado a la izquierda. Las flores, a ambos lados, en dos jarrones de color plata brillante, rosas de tres colores, paniculatas de adorno, frescas, aromando la tristeza del aire.
Tengo una foto hablándome de ti y de tu recuerdo, me está tocando la seguiriya que me tocaste al piano aquella tarde que fuimos a beber agua a la sierra y a mojarnos del aire que se fue llorando a capela. Te veo herido, buscando las estrellas a la luz del día, tan nietzscheano, con una duda a cuestas, con tu cara alegre que tergiversaba las penas que tenías dentro, esas penas que hicieron un motín en tu juicio y atormentaron los gritos de dolor de tus soledades.
Alguien ha colocado a escuadra las nubes grises que amenazan la mañana. Una suerte de recuerdos me embarga. La amistad había fruncido el ceño algunos meses antes de la tragedia. Ni tú ni yo tuvimos la culpa. Todos los árboles de aquel hermoso paraje crecen encorvados desde entonces, allí por donde no puedo pasar sin sentir escalofríos.
El frío me mete las manos en los bolsillos de la chaqueta de tres cuartos, azul marino. Camino despacio por un recuerdo insensato que multiplica las cicatrices de la memoria.
A mí la vida me ha puesto en mi sitio. Cumplí algunos sueños. Seguí jugando con las palabras, seguí aferrado a los libros, me rodeé de poemas. Sigo aprendiendo malamente el arte de juntar letras, ya sabes lo que te decía, uno nunca termina de aprender, pobre de aquel que crea que lo sabe todo.
Poco a poco el día sucede. La tristeza se retuerce en las horas, se mete por dentro de las venas. No hay nada peor que lo que se hace demasiado tarde. Qué tarde llegó la noticia de tu muerte. Aquella huida no sé de qué, de aquella vida, tal vez, que te tenía insatisfecho.
Se ha levantado un poco de viento que viene de allí, de donde el sol se pone. El orvallo empieza a mojar tímidamente las calles. Gasto las aceras de una avenida peatonal, también sin vida. La carne se me abre y el corazón, a galope tendido, me resuena en el pecho. Aquí me enteré de tu muerte. Aquí me quedó una espina clavada. La misma espina que hoy intento arrancarme de cuajo. Necesito despedirme de ti. Necesito decirte, simplemente, que fuiste un buen amigo.
Me limpio la conciencia. Mi alma resucita en este último encuentro, pendiente desde entonces. Duelen los huesos descarnados, duele la vida que abre los ojos y murmura. Yo te veo sonreír, cómplice de un secreto de dos amigos que acaban de darse la mano. Vuelvo a tocar tu lápida con las puntas de los dedos.
Un camposanto, un giro a la derecha, una carretera vieja, una calle embachada que lleva hasta una cafetería que ahora está llena de gente. Un brindis por ti. Un homenaje. Un recuerdo.