Cualquier parecido con la realidad
Tenía la carne apaleada, secuela de golpes tan fuertes como los de un poema de César Vallejo. Tenía la risa partida en dos por una cicatriz en el labio superior, pero era una risa en cambio hermosa. Tenía el pelo despeinado y sucio, parecido a la paja, veinticuatro quilates. Tenía la mirada cerrada por un miedo evidente.
Su voz era un susurro constante, el tiempo le daba miedo y el sueño era entonces imposible y se pasaba las noches abrazada al insomnio. Parecía insatisfecha con una vida que, quise imaginarme, le estaba ganando la batalla. Y resulta que no, que la batalla con la vida era sólo cosa de ella, fruto de una endiablada imaginación que jugaba con su mente.
El silencio hacía vaivén en su soledad, los recuerdos daban a luz en su cabeza y le llevaba hasta tiempos mejores, que agravaban su locura. Era adicta a sentirse querida, no soportaba pasar indiferente, ser como cualquiera, necesitaba bañar su narcisismo con el agua caliente del deseo.
Al mirarla algo extraño sucedía: era como si todas las mujeres que alguna vez conocí fueran ella misma, era como un aroma que se apoderaba de todo el aire que la rodeaba, que me rodeaba, un perfume como un canto de sirena, como un grito de guerra. Era como un déjà vu. Era como si la hubiese visto mil veces, como si no la hubiese dejado de ver nunca.
Divagaba por la calle, sin dirección y sin sentido.
Se quedó mirándome, una mirada que denotaba un dolor profundo, una manifestación de penas, tal vez preludio del peor desenlace posible, tal vez anticipo de un llanto que se negaba a mostrar porque siempre que lo hacía acababa destrozando sus sentimientos. No hay nada más vulnerable que una persona débil, que alguien que necesita ayuda, que alguien que corre con desesperación huyendo de las sombras.
Y fue entonces cuando malinterpreté sus gestos y decidí acercarme a ella. La distancia que nos separaba se multiplicó, y también la velocidad del tiempo. Ni siquiera sabía qué iba a decirle, siempre es lo mismo, la única situación en la que me faltan las palabras. Cada paso que daba se hacía más lento porque me demoraba la búsqueda de algo que rompiera el iceberg. El corazón palpitante, la voz, que todavía era silencio, amenazando con resquebrajarse.
Pero esa noche había vendido los labios a un mejor postor. Y desapareció con la ingrata compañía que había salido de la nada. La vi perderse por entre los árboles, entre los bocados de una noche que la hizo invisible. Y me di la vuelta… y esa noche, sólo esa noche, me hice devoto de María Magdalena.