Por los libros de los libros
Y a caballo vino Alonso Quijano, un hidalgo de los de lanza en astillero y lo llenó de aventuras. Locura divina y humana, ejército de ovejas, molinos gigantes, bálsamo de Fierabrás, Yelmo de Mambrino, la Dulcinea más hermosa del mundo. La palabra bien escrita.
Y hablando entonces de tristeza se abrieron las páginas de Los heraldos negros, preámbulo de aquellos ojos que lo confundieron y vaciaron los suyos, golpes como el odio de Dios, la condición humana mostrando lo que duele tanto que es difícil de definirse.
Los libros seguían contando historias, abriendo los ojos, mostrando miles de formas distintas de ver el mundo. Empatizó con los personajes y sus palabras, con la buena y la mala condición. Se calzó sus zapatos, se quedó sus voces, miró con sus ojos, se puso su piel. Comprendió que la vida es un arma de doble filo cargada de momentos, que sucede a veces triste y que a veces te pone delante unos labios abiertos, ojal de una sonrisa que te enseña las entrañas.
Se volvió entonces realista, como Madame Bovary, y cada tarde fingía con ir a tocar el piano a las estrellas, para encontrarse con nadie. Y envenenó con arsénico las palabras que entonces todavía quedaban.
Las tardes se hicieron rutinas. Se largó a vivir al sótano del séptimo cielo, allí donde era más difícil soñar porque las ganas menguaban a cada paso. Y desde allí hizo un viaje de ida y vuelta a Macondo para librarse de los malos presagios que auguraban que su cola de cerdo estaba en un futuro imperfecto, que evitó volviendo de vez en cuando la cara para no imitar los errores que se comieron a algunos de sus amigos.
Encontró el sentido de la vida con aquel pequeño príncipe que discutía con él sobre la estupidez humana, demasiado evidente y que en cambio él negaba, pero que no tuvo más remedio que terminar aceptando.
Él andaba inmerso en una soledad que no quería, con la única compañía de aquellos mismos libros de siempre. Y como la vida es así de caprichosa descubrió El túnel: la falta de libertad, la soledad, la agresión, el miedo que da la soledad cuando se lleva hasta sus últimas consecuencias.
Y las almas muertas del quijote ruso, que también sirvieron y fueron bálsamo en la oscuridad que entonces latía en su pecho.
Y a punto de enterrarse en el fondo de la nada, en un abismo insensato, el teatro selecto de un genio del humor le arranca la risa. Carcajadas entre lágrima y lágrima, entre los malos momentos, entre las profundidades más negras, una cosa mala. El drama padre haciendo reír cuando la tristeza espera para meterte otra puñalada.
Y el tiempo pasaba, como pasan aquellas cosas impregnadas de tristeza, rápidas, sin que casi se diesen cuenta, como las cosas sin sentido.
Y mientras, entre vida y vida, los libros le libraban de caer en la tentación. Una tentación pintada del color y el tamaño de las letras: Rebelión en la granja, Walt Whitman, La peste, El amor en los tiempos del cólera, Lorca, Un mundo feliz
...un mundo feliz, eso fue su mundo desde entonces, por los libros de los libros.