Fotografía. Leonor Montañés Beltrán.

Si la muerte deshace la piel y la carne hasta derretirlas en polvo, si la muerte cierra los ojos y hace que todo se vuelva oscuro, si la muerte deja en los huesos y se convierte en un recuerdo -que luego, sin embargo cada vez será más tenue- y lo transforma todo en fragmentos de memoria.

Si la muerte hace del llanto un clavo ardiendo que sirve de desahogo, y el tiempo se detiene martirizando todo aquello que se ha vivido, y evoca momentos que se hacen elegías, y dibuja tristezas en la cara, dolor en el alma, y agua en los lagrimales, y silencio que da bocados en el corazón. Y se vuelva lenta. Si la muerte es un luto negro, duelo tristísimo en la vida.

Si la muerte es una cama postrada en el cuerpo, un escalofrío que hace temblar, una fiebre que se mete dentro, la sombra opaca de lo que alguna vez fuimos. Si la muerte es espera, si la muerte entonces es no volver a ver, extrañar siempre, saber que se ha perdido.

Si la muerte es un adiós innecesario, si escribe un lamento en  la garganta, si es la vida que se escapa de las manos, si son las penas que ya no caben en ningún sitio, que no se sabe entonces donde meterlas.

Si la muerte es, solamente, un poema de mala muerte, si es una oración que deambula sonámbula por los rincones de la noche, por los restos de la soledad que aparece de pronto y parece que se queda para siempre.

Si la muerte es una pausa, una puerta cerrada, un sueño incumplido, una herida que duele, una herida que sangra, una herida mal curada, una cicatriz… si la muerte alguna vez parecía una eternidad.

Si la muerte significa que no queden abrazos ni suspiros, que somos solo restos de nosotros mismos, trozos añejos, un recuerdo de segunda mano, desatendido, despojado de todo, desterrado de sentimientos, de los deseos, de absolutamente todo.

Si la muerte es echar de menos, si la muerte es dejar de sentir, si la muerte es miedo, entonces ya tengo claro que mi muerte es tu ausencia.