Mirar hacia atrás
“Cuando era más joven podía recordar todo, incluso lo no vivido”, afirmara Mark Twain, evocando aquella época feliz y lejana de la juventud, donde los recuerdos se confunden con la imaginación.
Ciertamente, ahora que atesoramos años en la mochila, nos asombra el hecho de mirar hacia atrás y percatarnos de que muchas de las cosas vividas han quedado sepultadas bajo el limo de nuestra memoria. Tanto es así que en incluso, en ocasiones, cuando nos topamos con una foto antigua perdida en un álbum de fotos o en algún cajón, nos sorprende lo olvidado que teníamos ese momento y los pocos datos que conservamos de ese recuerdo. Observamos la foto con mayor detenimiento y poco a poco vamos reverdeciendo el momento de la instantánea, el cúmulo de vivencias que se desarrollaron en torno a ella, y esbozando una sosegada sonrisa cuajada de nostalgia, nos recordamos tal y cómo éramos entonces y cómo era la ciudad por la que transitábamos. Una ciudad que aun siendo la misma nos parece distinta, en algunos aspectos incluso irreconocible, y es que en el fondo, nosotros, los de entonces, tampoco somos ya los mismos.
Sin embargo, todavía hay rincones de nuestra villa que permanecen inmutables, que resisten el paso del tiempo y los inevitables vaivenes sociopolíticos que, en aras de embellecer la urbe o hacerla más accesible, transitable y moderna o, simplemente, más atractiva para el turismo, modifican o crean espacios públicos nuevos, donde por más que lo intentamos nos cuesta encontrar las huellas de nuestros pasos, la sombra de lo que fuimos. Por suerte, aún quedan muchos rincones donde todavía al transitarlos nos reconocemos y podemos retrotraernos con cierta facilidad a esa patria que tanto reivindicara el poeta Rainer María Rilke: la infancia.
Uno de esos lugares mágicos es la Punta del Boquerón, donde es toda una delicia sentarse en la orilla y contemplar el castillo de Sancti-Petri, en cuyo islote cuenta la leyenda que estuvo ubicado el antiguo templo fenicio de Melkart, lugar de culto para todo viajero de la antigüedad y desde donde la ciudad de Gadir comerciaba con el mítico reino de Tartessos. Un templo que en época romana latinizó su nombre y mudó su culto del dios Melkart a Hércules, donde el mismísimo Julio César lloró ante una estatua de Alejandro, al comprobar que siendo de su misma edad, no había alcanzado su fama y barruntaba -equivocadamente-, que nunca llegaría a conseguirla.
Si bien de un tiempo a esta parte, todos los trabajos de investigación que se están realizando abogan por una ubicación distinta del templo, en concreto en la misma punta del boquerón o en el Cerro de los Mártires, a mí, particularmente, me reconforta pensar -privilegios de la imaginación- que el templo estuvo ubicado en aquel islote y que cuando me siento en la orilla de la playa de Camposoto a contemplar una puesta de sol, oteo el mismo horizonte que vieron nuestros ancestros, el mismo sol que se reflejó en las lágrimas de Julio César.