Presa del miedo
Me da miedo de la terquedad del hombre, de la tarde que se maquilla de gris y se pinta de tristeza cuando el cielo parece una boca de lobo, del llanto que encoge el corazón que, cosido con tela de araña, naufraga en el desierto de un pecho hueco, sin fondo.
Me da miedo de la soledad que entra sin llamar y sin permiso, del cansancio que agota mi cabeza, de las estrellas que se apagan y que ya no me cabe en los sueños, de las preguntas sin respuestas, del grito que se calla y se pudre entonces, de la tierra que, en defensa propia, quema el aire y seca el agua.
Me da miedo de la incoherencia de los que señalan y dictan sentencia, de la boca prestada que esconde palabras, de la tierra eterna que parece que no se acaba nunca, de la agonía de no ver el crepúsculo verde que deja el sol cada tarde cuando hace mutis por el horizonte.
Los estragos del tiempo marcando mi piel también me dan miedo, y del vino hecho sangre que se ha derramado en el alma de mis seres queridos y de las tentaciones que me buscaron siempre por todas las esquinas.
El miedo, sincero y humano, que siempre ha caminado conmigo, me ha maltratado a veces, a veces me ha susurrado al oído para avisarme de los peligros que acechaban en la distancia. A veces bueno, a veces malo. Miedo siempre.
Y el miedo es a veces una cadena, un cerrojo, un candado que nos aquieta y nos impide avanzar, que nos deja preso en la cárcel que a veces tan solo imaginamos, porque esa cárcel no existe. Ni las cadenas, ni los candados tampoco. Solo la vemos como una secuela del tiempo, de un pasado, de momentos que se han clavado en nosotros y que nos hacen daño, porque no avanzar por miedo es precisamente eso, una forma de hacernos daño.
Me da miedo que el miedo me arañe, que justifique mi desidia, que se lleve en volandas las ganas de seguir, que me infravalore, que me haga creer que yo soy menos que nadie y menos que todos, que me lleve al olvido y eche por tierra mis sueños y tantas cosas que me quedan por vivir.
Lo peor de todo es que ya apenas queda nada del miedo aquel que yo me inventé para usarlo como excusa. Tremenda incongruencia, porque la ausencia de miedo nos hace en cambio ser temerarios.