Igualdad de condiciones
Antes de su última paliza empieza el calvario: los meten en un asfixiante cajón, con la cabeza ladeada para llevarlos lejos de sus pastos y de sus encinas, donde el animal, estresado, puede llegar a perder hasta cincuenta kilos. Antes del linchamiento hay que debilitarlo y para ello son sometidos a un encierro totalmente a oscuras para que de ese modo, cuando lo suelten, la luz y el grito fanático de los espectadores lo aterren y trate de huir – el toro, como animal herbívoro huye por condición natural, y sólo ataca cuando se le cabrea o cuando se le totura – sólo faltaba – . Y se le recortan los cuernos, afeitado que le llaman, para que el toro no sepa medir las distancias y así proteger al torero. Y le ponen peso en el cuello durante horas, y le golpean con sacos de arena los testículos y los riñones, y le provocan diarrea y le queman los intestinos poniéndole sulfatos y laxantes en el agua y en la comida, y se le unta grasa y vaselina en los ojos, para que apenas vea, y se le achicharran las patas para que no se quede quieto y se les rasgan los músculos del cuello para evitar que el animal haga movieminetos bruscos con la cabeza, reduciendo con ellos el riesgo de cornadas. Y se les induce al sueño, y se les meten bolas de algodón en las fosas nasales para que les cueste respirar.
Y ya en la plaza... el animal, negro como la pena, derrama sangre por la boca, a borbotones, antes de caer sobre el albero. Una espada de hierro homicida, puntiagudo, le hace la señal de la cruz partiéndole en dos el alma, atravesándole el corazón, allí junto a varias agujas cobardes bordadas con los colores de la patria.
El animal, negro como la pena, yace débil. Tortura eterna. Se le doblan las rodillas hasta que cae, a merced del aplauso de un público cruelmente exaltado.
Un cuchillo lo remata, dándole la puntilla, mientras el animal, negro como la pena, da sus últimas boqueadas de vida.Se le inundan los pulmones de sangre. Sangre roja, como mi sangre.
Ha muerto, rabiando. Negro, como el dolor.
Y, vestido de rosa y oro, un matador se ha manchado las manos de sangre, que se limpia sobre la piel, siempre negra, de un animal que patalea. Cuchillo en mano, con premeditación y alevosía, le quita la poca vida que queda a un toro ya sin fuerzas. Mana la sangre a destajo.
Me duele la mirada de ese ser moribundo. Lastima y araña mi condición de hombre, racional a veces, irracional casi siempre. Me da pena la mirada acabada del toro, me aterra la mirada sucia del hombre.