Una especie en extinción
Familia de los insula calvitium, solían salir en bandada desbocada y ansiosa búsqueda de alguna presa con la que saciar su hambre, sobre todo, los fines de semana.
No sé si en otro sitio se les llamaría igual, pero en La Isla a esta fauna –por lo general no siempre autóctona– se les conocía por el vulgo de pelones (la traducción, permítanme la componenda, de insula calvitium sería la de 'Pelones de La Isla')
¡Sí! Hablo de la flor y nata de cada nido que –porque España así lo demandaba– acababan emigrando a esta tierra de soles y sales durante, por último, nueve meses: aquellos soldados de reemplazo.
La condición militar de esta tierra regaló a la ciudad la imagen melancólica de muchos barbilampiños muchachos venidos de otros lugares, más desorientados que un topo a campo descubierto, con sus maletas y bolsas de viajes buscando sus destinos en el Cuartel de Instrucción, el Tercio de Armada, la Capitanía General ... Esa escena pintoresca que Alfredo Landa supo calcar con fidelidad, con su cara de panoli de pueblo de la España profunda, en «Cateto a babor».
Donde yo vivía, y aún lo hacen mis padres, en la calle Escaño, justo frente a la cancela verde que daba acceso a la trasera del edificio ora Capitanía ora Comandancia, y desde la atalaya inmejorable del único bloque de viviendas que existía entonces allí, observaba el continuo trajín de camiones y lepantos. Y, al atardecer, me asomaba a contemplar el solemne momento del arriado de la bandera. La impronta de aquél patriótico acto estaba llena de toda la pompa que el evento requería: Un suboficial de testigo, un soldado honrado con el deber de recoger la enseña nacional que, en el asta, se batía con los vientos y se desplegaba orgullosa.
Con solemnidad les relato el momento.
La rojigualda avanza con lentitud hacia los brazos del mando; el sol, en su ocaso, acompaña su descenso. Suena leve el himno granadero, es como una banda sonora perfecta que acompaña con gallardía, y sus compases parecen querer alargarse, dándole tintes de pontifical al suceso. Cuando la tela llega a las manos del suboficial, se la ofrece al entregado soldado que la dobla con gran celo hasta hacerla triangular. Punto seguido, el primero le da al botón de STOP de la radio que tenía la cinta de casette con la Marcha Real grabada. El pelón agarra la bandera bajo su axila, mientras su superior se enciende un cigarro del que le ofrece y ambos se marchan.
¡Igualito que en Buckingham Palace, vamos!
Anécdotas aparte, todo era tan, tan marcial, que hasta los bolígrafos –serigrafiados en blanco con un Armada Española- también lucían el mismo color que aquellos muros de un gris sargento de los de antes.
Eran los años donde las calles se vestían de las galas de los domingos y ver a un militar no era nada extraño. Los negocios de comercio y bebercio se extendían de acuartelamiento a acuartelamiento, y hacían su agosto en cada salida de la tropa. Recuerdos de mesas llenas de jovialidad exacerbada y risotadas en La Marina, La Maestranza, Casa Facio, El Naca, La Bodeguita, La Coracha, Casa Nanai, Los Gallegos, Gloria Bendita, La Alhondiga...
Aquella esquina antológica en la calle Mayorazga –triunvirato de la bocatería isleña– con El Quijote y sus inseparables Sancho y Popeye. Lugares de parada obligada donde ponían en rompan filas los estómagos mientras intentaban acoplar en sus adentros el submarino Peral hecho bocadillo.
En relación a los citados hubo un intento de cervantina connivencia con otro local de idénticas lujurias gastronómicas, el Dulcinea, pero aquello no prosperó.
Por entonces en mi pueblo aquella marinería era el compendio del aquí te pillo, aquí te mato porque, al parecer, el uniforme era un imán, y ellos –aguilillas siempre dispuestos a morir con las botas puestas ... O quitadas– lo sabían. Y en discotecas como Papillón, Moby Dick, Jockey, Élite o Quetzal, desplegaban sus plumajes militares y danzaban alrededor de las hembras cual cortejo sexual.
En mi tierra el soldado formaba parte del paisaje, y este no se entendía sin aquel. Era inevitable nombrar San Fernando y no vincularlo a la mili. Sin embargo, en su silueta de ayer y hoy, a la ciudad le falta el recuerdo perenne, y no solo evocador en las palabras, de una parte de ella que ya no existe como tal; aquella que rinda homenaje a un trozo indiscutible de su historia y que, como aquellas salinas, ya son solo vestigios.
En fin, ahora el pelón isleño es una especie casi extinta que merece la pena no olvidar.
bueno ya eso es historia ,como tambien se perdio la fsc y otros tantos bares y negocios en la isla,pero ahora en vez de lepantos nos deberiamos centrar en que los que paseen sean turistas ,que tanto dinero aportan a las cuidades ,pero aqui por desgracia,no despertamos como lo hacen algunas cuidades que llevan decadas viviendo de el que esun gran invento ,como dicen en la pelicula.en fin algun dia vendran ya por lo menos tenemos otro museo que atraeran algunos.