Carné de votante
Es mi decidida intención referirme en este espacio prioritariamente a temas isleños. Pero a veces las circunstancias mandan. En este caso, porque el próximo 2 de diciembre iniciamos en Andalucía una sucesión de elecciones en un periodo de pocos meses. Soy consciente de que me pueden llover las críticas. No por lo antepuesto; sino por el fundamento -y, sobre todo, conclusión- de estas líneas que escribo hoy. No obstante, puedo garantizar que varias personas que conozco bien (alguno incluso es íntimo amigo) y que defienden ideologías dispares y distintas a mí; coinciden conmigo en el tema que voy a tratar. Cuando menos, en lo fundamental. En cualquier caso, me considero en mi perfecto derecho a manifestarlo libre y cortésmente en este oratorio digital de opinión. Es más, estoy convencido de que mi alegato se sustenta en un razonamiento que a buen seguro compartirán muchos de ustedes conmigo; aún en lo más íntimo de su ser. Pero que, para los patrones que nos han impuesto los demócratas de salón, resulta políticamente incorrecto. Incorrectísimo a la máxima potencia, seguramente …
La esperpéntica situación política que vive España desde hace años está arreciando en los últimos meses. Sin duda alguna, para cualquier ciudadano español bien documentado y con un mínimo de sentido de la responsabilidad; esta circunstancia -aparte de un hondo sentimiento de hartazgo y hasta náuseas- exige una profunda reflexión en pos del devenir inmediato de nuestro país. Urge que nos preocupemos colectiva y seriamente por el futuro de nuestros descendientes. Y por el de nosotros mismos, por supuesto, seamos padres o no. Ya dijo alguien por ahí algo así como que “un pueblo que se duerma en democracia, se despierta en una dictadura”. También se asegura (y yo estoy totalmente de acuerdo) que la democracia es el sistema menos imperfecto de los conocidos y aplicables para gobernar y administrar un estado. Pero, aceptar eso, no debería -ni debe- ser óbice para no emplearnos a fondo en mejorarla en todo lo razonable y posible.
Yo llevo mucho tiempo con profunda preocupación pensando en ello y, en consecuencia, siendo muy crítico con nuestra clase política. Incluso especialmente duro en no pocas ocasiones con mis manifestaciones públicas en las redes sociales, y más aún -incluso- en las que hago de forma privada en mis círculos más cercanos. Pero, en verdad, no es que lo haga por deporte. Creo, franca y honestamente, que tengo mis fundadas razones. Que son, en buena medida, casi las mismas que me apartaron hace más diez años del partido político en que milité activamente durante varios lustros desde mi más temprana juventud. Lo lamentable es que, desde entonces, las cosas en este sentido han empeorado. Y mucho.
Considero -sin ningún miedo a equivocarme- que ya no es suficiente con el más que necesario cambio de nuestro ineficiente e injusto sistema electoral emanado de nuestra Constitución. Una Carta Magna y un procedimiento de comicios concebido -no dudo que con la mejor de las intenciones de los constituyentes- para favorecer a las minorías; pensando erróneamente que las condiciones pactadas dejarían bastantemente satisfechos a los insaciables nacionalistas (muchos de ellos, hoy ya separatistas radicales sin disfraz ni tapujos). Es obvio que eso fue un gran error, y que hay que corregirlo. Y urgentemente: listas abiertas, circunscripción nacional para las Generales, implantación de una segunda vuelta, reducción de las administraciones públicas, eliminación o profunda transformación del Senado y de las diputaciones provinciales, etc. Pero, insisto, todo ello no me parece suficiente.
Y lo digo porque, en mi opinión, la raíz del problema va más allá del fiasco que ha resultado nuestro modus operandi electivo. La esencia de nuestra fatídica “partidocracia” se sustenta en la manipulación e intento de engaño permanente al electorado. Y lo peor es que nuestra -en general- deplorable clase política tiene gran éxito en esta miserable actitud. Porque se basan y se aprovechan vergonzosamente de ello: en la falta de preparación adecuada de una buena parte de los votantes; rentabilizando el menoscabo de la formación conveniente y, sobre todo, la desinformación a la que los someten cotidianamente desde unos grandes medios de comunicación de masas, que manejan a su antojo, y con los que también practican escandalosa y eficazmente el “pan y circo” de nuestros tiempos.
Sí. Muchos me podrán decir que todo lo expuesto pasa en muchos países “democráticos”. Pero a mí me importa el nuestro: España. Que, para colmo, es especialmente peculiar. No solo por tener unas de las peores calificaciones en las estadísticas oficiales internacionales de sistemas educativos y, encima, padecer como programas televisivos más vistos a una porquería como “Sálvame”e inmundicias de su cuerda. Sino porque tenemos un gravísimo problema territorial que se traduce en la falta de sentido unánime de unidad nacional que no padecen otras grandes naciones. Y podría añadir más razones que me ahorro para no extenderme en demasía. Por todo el conjunto de carencias y particularidades hispanas, nos resulta especialmente imprescindible contar con gobiernos centrales fuertes y firmes, que no tengan que pagar peajes deshonestos a ninguna minoría nacionalista/separatista que sólo mire por sus intereses particulares y, lo que es peor, por sus objetivos segregacionistas de fatales consecuencias.
Pero yo no siento -ni veo- que eso preocupe a la mayoría de mis compatriotas con derecho a voto con los que me relaciono. No lo percibo en mi día a día laboral ni social, como tampoco cuando fui cargo público, ni los muchos años que he participado en los colegios electorales en calidad de interventor y/o apoderado. Las múltiples situaciones anecdóticas -y hasta cómicas, pero muy penosas al mismo tiempo- que experimenté por entonces me siguen provocando mucha tristeza y desasosiego. Como también me afligen muchos comentarios cotidianos que he escuchado -y sigo escuchando- que denotan un desconocimiento absoluto de lo más básico para poder depositar un voto en una urna. Y que conste claramente que no hablo de ideologías; sino de capacidad real para elegir una papeleta electoral -la que sea- y conocer sus efectos. Se me viene a la memoria, como pequeña muestra de todo ello, una situación vivida a finales de los noventa en un centro de salud de nuestra ciudad. La consulta médica a la que yo asistía, había comenzado con cierto retraso y nos estamos acumulando bastantes usuarios para ser atendidos. Las protestas se iban acrecentando y una señora espetó enfurecida con voz muy alta: “la culpa la tiene el del bigote” (refiriéndose inequívocamente al presidente de la nación por entonces, José María Aznar). Resulta evidente que dicha ciudadana desconocía completamente que las competencias en materia de sanidad fueron transferidas a la Junta de Andalucía desde el primer minuto autonómico. Y mucho me temo que no solo fuera eso lo que ignoraba de lo más esencial … En fin; es sólo un simple ejemplo, de los variados que podría poner aquí. Pero que me sirvió -y me sigue sirviendo- para pensar que aquella señora no era apta para ir a un colegio electoral y depositar un voto que se computara. Ni ella, ni bastantes -creo que demasiados- ciudadanos con derecho a sufragio. Lamento de corazón decir esto. Pero, como tal y como dijo Antonio Machado “La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad, aunque se piense al revés”.
Ya puedo imaginar que algunos “progres” me puedan tachar hasta de fascista por esta meditada y respetuosa reflexión personal que planteo. Pero, en tal caso, yo niego la mayor. No solamente porque la haga desde la mejor de las intenciones; sino porque nada me parece más fascista que aprovecharse del desconocimiento de las personas y así manipularlas. Tanto en política como en cualquier otra faceta humana. A la vez que nada me parece más democrático que tener una ciudadanía con una formación e información adecuadas para elegir libremente y con criterio a sus representantes públicos; conociendo suficientemente el alcance de su decisión electiva.
Por eso, yo me resisto a la idea de que en España haga falta una licencia (previo examen de aptitud) para pescar truchas en un río y, sin embargo, se pueda elegir una papeleta electoral -con toda la suma importancia que eso tiene- sin tener un mínimo juicio de lo que se está votando, a quién y para qué. Como también conocimiento de la estructura básica y principios fundamentales de funcionamiento de nuestras administraciones públicas. Yo no hablo de ser un experto (yo tampoco lo soy), ni de tener una brillantísima preparación académica (que yo tampoco tengo). No es cuestión de títulos colgados en la pared ni de grandes currículums. No lo digo ofensivamente;pero es que simplemente se trata de no ser un lerdo en materia política. Y los que lo son, deberían saber que resultan sumamente útiles a nuestros políticos sin escrúpulos. Ergo, funestos para nuestro bien patrio.
Bien es cierto que el sufragio universal está consagrado en la parte dogmática de nuestra Constitución. Y también que nuestra Carta Magna no hizo más que seguir para ello lo estipulado en el artículo 21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Asumo que lo que predico es harto complejo de cuestionarse oficialmente. Y, sobre todo, que nadie verdaderamente influyente siquiera me escucharía. Entre otras razones, porque iría en contra de sus inconfesables y ruines fines ocultos. Por eso, esto que escribo no es más que la pataleta razonada y razonable de un ciudadano cabreado y lleno de inquietud, que va a seguir defendiendo -con toda convicción y por utópico que resulte- que nadie debería poder votar sin haber superado una prueba que demuestre que está capacitado para decidir sobre el futuro de sus conciudadanos (y el suyo propio) metiendo un sobre en una urna. Lo contrario sería -y es- hasta temerario y muy nocivo para el interés común. Yo abogaré siempre por la necesidad un sufragio censitario basado en la suficiente cultura general y el conocimiento político-administrativo elemental. Porque ese “carné de votante” no es una cuestión baladí. Y, en toda lógica, mucho más trascendente que estar con una caña en la ribera del Guadalete.