“Y al final, Bonnie & Clyde se comieron el marrón…”
Una de las ceremonias de los Oscar más planas, monótonas y previsibles que recuerdo nos tenía reservado como colofón uno de los momentos más surrealistas, bochornosos y delirantes de toda la historia de la gala.
Y es que a la Academia le pareció una excelente idea que, conmemorando el 50 aniversario del estreno del clásico “Bonnie and Clyde”, los legendarios Warren Beatty y Faye Dunaway entregaran el premio al mejor film del año… pero no contaban con la enorme metedura de pata de un miembro de la consultora “PriceWaterhouseCoopers” –sí, esa con nombre tan “recordable” con la que el “coleta” se hizo el lío durante el debate electoral- que no tuvo mejor acierto que entregarle a Beatty el sobre de repuesto a la mejor actriz…
El bueno de Warren ni corto ni perezoso, en su mejor interpretación en el último cuarto de siglo, le encasqueta la tarjeta a la despistada y confiada Dunaway para que se cubra de gloria… y ella obvia a Emma Stone y se queda con el título de la película… vamos, de traca.
Confusión, bromas, cabreos… este momentazo ayudó a que la gala no pasara sin pena ni gloria, pero fue una injusta puñalada a la verdadera damnificada… que no es otra que “La La Land”.
Cómo ganar seis premios y, aún así, tener el agridulce regusto de una derrota. En el año en el que parecía que toda la comunidad de Hollywood la iba a emprender a palos de manera inmisericorde con el ínclito y siniestro Trump, al final descubrimos que estaban mucho más preocupados por “restablecer” el honor y quitarle el cabreo del año pasado a la comunidad afroamericana. Si no, sería imposible entender cómo los Oscars a los secundarios fueron a sus manos y “Moonlight”, un poderoso drama sobre drogas, bullying, homosexualidad y sinceros y creíbles retratos marginales, le birló al famoso musical la gloria que le faltaba para redondear la noche.
Sí, “Moonlight” es una estupenda película pero “La La Land” consigue recordarnos el poder evocador del séptimo arte. En una época en la que ya escasean películas que hacen soñar, ella reivindica una forma de transmitir sensaciones que ya parecía en desuso. La obra de Chazelle es magia plano por plano, una arrebatadora y fascinante demostración que en el cine no todo se hace por la taquilla, aunque al final las cosas bien hechas tienen su recompensa en forma de largas colas en los cines…
Pues no, Trump salió de rositas en una noche tibia hacia su figura en el que la industria dejó que se “mojaran” extranjeros como Gael García Bernal y el oscarizado iraní Asghar Farhadi… pero poco más. Entre bostezos asistimos a premios muy repartidos, a la resurrección de un Mel Gibson al que le saben a gloria los dos Oscars de “Hasta el último hombre” y a la certeza de que el Affleck bueno –al menos como intérprete- es Casey y no Ben, por mucho que su carrera había pasado desapercibida para el gran público hasta este momento.
Poco para recordar –se lo tenían guardado para el final-, pocos estímulos para convencernos de argumentos que justifiquen el glamour y la influencia de Hollywood en nuestras vidas. Pero barriendo para casa –y esa para mí es la “ciudad de las estrellas”- es reseñable que ese genio llamado Damien Chazelle haya logrado alzarse con el galardón al mejor director y, de paso, batir el récord de precocidad. Con solo 32 años confirma las expectativas de todos aquellos que nos maravillamos con su “Whiplash” hace un par de años. Ya advertí en su momento que se nos venía encima algo muy grande… y mi olfato no me defraudó.
Y, cómo no, el único momento por el que mereció la pena trasnochar fue asistir a la coronación de Emma Stone como la nueva “novia de América” y, si me apuran, del mundo…
Su belleza, estilo e irresistible voz grave inundaron el auditorio para recordarnos que esto es realmente lo que demanda el público. Una actriz con el aura de las grandes, de las de toda la vida, que rebosa encanto y enamora con solo un gesto de su rostro, de sus ojos…
Y poco más lo reseñable de una gala mediocre, con una agridulce triunfadora que fue la salsa de una cita con escaso sentido del entretenimiento. Ya me imagino a Trump, con risa sarcástica, afirmando que él posee un mayor sentido del espectáculo… y por triste que sea, no le faltaría razón…
Foto la Vanguardia