El valor de la comprensión
Hace bastantes años, un domingo por la tarde muy a mi pesar por tratarse de festivo, tuve la necesidad de entrevistarme con el superior de una orden religiosa.
Después de esperar algún tiempo a que me abriesen la puerta, dediqué otro tanto a localizar al prior. Cuando lo encontré, estaba absorto en la lectura de su breviario paseando por el claustro del convento. En aquel entonces no sólo tenía pocos y bisoños años, sino también una pobre idea del protocolo eclesiástico.
Así que me puse en un lugar bien visible con la esperanza de que en una de sus idas y venidas, me preguntara que deseaba. Pero él continuó paseando y rezando. Más adelante empujado por la desesperación del tiempo que se consumía, me atravesé en su camino y le dije: señor prior, soy un alumno que…. No me dejó terminar…
Elevó los ojos al cielo y exclamó ¡Bendito sea Dios! ¡Ahí podía haberte quedado cien años y yo sin saberlo!
La sonrisa que me dirigió fue simplemente la repuesta noble y comprensiva de un alma grande como la suya. Además tenía la inmensa luminosidad de un potentísimo reflector. Fue la benévola e ingenua sonrisa de los viejos tiempos ya pasados de moda. Puso su mano en mi hombro y me preguntó rebosante de jovialidad:
¿Qué deseas hijo? Con cierta reserva le expuse brevemente el asunto que le llevaba. Su respuesta también fue breve, amable y resolutiva, fue una reconfortante lección y aquella tarde de domingo festivo no quedó baldía ni estéril, porque consecuentemente supe, que los hombres y mujeres de verdadera valía, están libres de pequeñeces y son clarividentes por la rapidez de su comprensión.