Pasajes de esteros
Los paseos por la Bahía de Cádiz en aquel coche familiar contribuyeron a forjar el carácter observador de Germán.
A veces participaba en los entretenimientos de sus hermanos que consistían en cantar, en jugar al ‘veo, veo’ o en entablar un forcejeo a ver quién era el que le daba cuerda al juguete de hojalata, un cerdito-cocinero con un mecanismo capaz de voltear un huevo frito en la sartén que llevaba sujeta en la mano. Pero la mayoría de las veces, mientras los pequeños gastaban su tiempo en aquellas inocentes distracciones, él permanecía con su nariz pegada a la ventanilla contando los montes blancos de sal que aparecían al paso o mirando aquellas aves entre blancas y rosas que se apoyaban sobre una de sus finas patas.
-Son flamencos -le dijo su padre.
-¡Papá! pero si flamenco son los cantes y los bailes que tanto os gusta a los mayores. ¿Cómo se van a llamar igual?
Las preguntas de los niños se sucedían para satisfacer las curiosidades propias de la edad o pedir algo que les apeteciera.
-¿Podemos ir a ver las playas chicas de ese camino? Insistían.
El padre con más paciencia que el Santo Job, según decía su madre, les explicaba:
-No son playas, son pequeños estanques dispuestos en las marismas de modo que formen las salinas, también se llaman esteros. El agua del mar entra a través de un caño, y el calor del verano hace que se evapore y cristalice la sal. Los salineros vigilan todo el proceso y, cuando finaliza, la recogen y la amontonan.
Aquello llamó la atención de los dos niños mayores que solicitaron con zalamería bajar del coche. Anduvieron y corretearon por los estrechos senderos y al llegar cerca de uno de aquellos lagos se encontraron con un hombre que manipulaba una pequeña compuerta que, según dijo, se empleaba para regular, permitir o impedir la entrada del agua del mar.
Durante la conversación con los padres y el bromeo con los chiquillos cogió agua entre sus manos y, sonriendo, les salpicó un poco a la cara de los tres, diciendo:
-Quién de vosotros era el que dudaba si era agua dulce o salada. ¡Piscinas, menudas piscinas…! -y continuó riendo.
Los invitó a que lo acompañaran hasta la siguiente compuerta, avisándoles que estuviesen en silencio y atentos, a ver si eran capaces de descubrir algunos peces.
Así conocieron las salinas, los esteros y a Fermín ‘el salinero’. Al hombre le cayó bien la familia y los invitó a un despesque ante la algarabía de los niños.
Era costumbre que los trabajadores, al terminar la recogida de sal, celebraran una fiesta, y los propietarios de los terrenos les permitían que sacaran el pescado de los esteros, pues a ellos lo que les importaba era el negocio de la sal; una jornada de asueto en la que se reunían las familias para comer las lisas, las anguilas, los lenguados, las doradas, los robalos… esas especies que soportan bien el alto grado de salinidad. En los caños menos salinos capturaban camarones, quisquillas, coquinas y cangrejos, cuyos nombres divertían a los chiquillos que soltaban sonoras carcajadas mientras repetían “coñeta” o “barrilete”, a este último Fermín también llamó “violinista”, conocido como Boca de La Isla. Les explicó que si se les quitaba la pinza mayor volvía a crecerle. El salinero afirmaba que todos esos pescados y mariscos tan sabrosos no los comía ni Neptuno, el mismísimo dios del mar. Los chiquillos se quedaban embobados escuchando las historias que les iba contando Fermín.
El chaval mayor quedó tan encantado que el primer día que fue al colegio le narró su aventura al profesor, hombre avispado que aprovechó la ocasión para explicar en clase que los primeros que intervinieron en las marismas fueron los fenicios (1.000 a.C); que crearon las sencillas estructuras formando las salinas, dirigiendo el comercio de la sal por todo el Mediterráneo, además de disponer de fábricas de salazones a lo largo de la costa gaditana. Añadió que el arte de pesca en el estero es igualmente milenario, continuando con la misma forma tradicional de captura en la actualidad.
Bien entrado en el otoño acudieron al despesque. Presenciaron cómo Fermín y otros compañeros se metieron en el agua de uno de los estanques -ellos le llamaron ‘chiquero’- que les cubría las rodillas y, acto seguido, extendieron al ancho una red. Luego iban arrastrándola y los peces se agrupaban junto a la compuerta principal. A los zagalillos les daba cierto pesar ver sacar a aquellos peces agitándose con brío. Entonces, uno de los hombres, al contemplar el semblante sombrío de los niños les dijo: “estos grandes ya han cumplido su misión, no preocuparos que los chiquitillos como vosotros los devolvemos al agua para que sigan con vida”. Un gesto que tranquilizó a los hermanos.
No les permitieron introducirse en el agua, como hubiesen deseado, pero sí los enviaron con otros chicos mayores, familiares de los trabajadores, a recoger unas plantas leñosas con las que harían las brasas para asar el pescado conocidas como ‘salado blanco’ que crecen en abundancia en las salinas. Aquel día comprobaron que los pescados de estero tenían un sabor inigualable, y que siendo los mismos que a veces preparaba su madre, estaban más ricos.
En otra ocasión les resultó extraño que les sirvieran el pescado en una especie de ladrillo. Como siempre, le preguntaron a Fermín, que con su calma infinita les contestó que eran tejas de arcilla, apuntándoles que tenían dos ventajas: una, no acarrear platos, y otra, si se rompían nadie se enfadaba.
Volvieron durante años, hasta que Fermín murió. Sus padres suavizaron la triste noticia diciéndoles que se había marchado a otro lugar a enseñar cuanto él sabía a otras personas. Aunque dejaron de ir por allí, Germán, el hijo mayor, siguió interesándose por todo ese mundo. Observaba con añoranza que cada vez había menos pirámides de sal por la zona. Aun así, le seguía entusiasmando el paisaje y cuando fue padre de familia llevaba a los suyos a disfrutar de la temporada de despesques y a comer pescados y mariscos de estero.
Casi con toda seguridad aquello influyó en la decisión de estudiar Ciencias Ambientales de uno de sus hijos y defender a ultranza los Parques Naturales de la Bahía de Cádiz y al pescado de estero de la Isla, al que se considera un emblema gastronómico de San Fernando, por su gran calidad, por su excelente sabor y por ser un sistema de producción único en España y en Europa.
María Luisa Ucero Manzano