'Aquel Lejano 1987…'
Tras un verano infame en cuanto a calidad cinematográfica y con la triste sensación de que las buenas ideas escasean alarmantemente en el séptimo arte, con una cartelera plagada de secuelas, “remakes” y “reboots”, tengo la añoranza de otros tiempos pasados no necesariamente mejores en lo personal pero sí en lo que respecta a mi gran pasión.
El otro día recordé lo importante que fue el año 1987 en mi relación con el cine, época en la que descubrí de la manera más inesperada que ya no podría ni sabría vivir sin él.
Compartiendo con vosotros vivencias personales, os confieso que en el verano de aquel año tuve que volver por motivos familiares a Las Palmas de Gran Canaria, donde nací, pero donde me encontré desde el primer día totalmente solo y desubicado. Cumplía yo los 14 años y en San Fernando (Cádiz) debí dejar, de manera traumática, a mis amigos y compañeros de clase. Debo reconocer que en aquellos duros días solía dar vueltas solo para familiarizarme de nuevo con una ciudad que no pisaba desde hacía siete años, intentando que mi negativa visión de la realidad pudiese cambiar.
Un día, afortunado, me topé con un edificio que me pareció inmenso. Asomé la cabeza y descubrí un cine repleto de salas –en aquella época, comprobar que tenía seis me pareció el no va más- , un “templo” repleto de carteleras en el que se agolpaba una multitud haciendo cola. Esa fuente de fascinación me la creó el extinto multicines “Royal” en pleno centro de la ciudad. De repente, todos mis sinsabores quedaron a un lado y me dejé llevar por el magnetismo de esa fabulosa casa del cine. Pocos días más tarde, al descubrir el otro multicines de la ciudad – el “Galaxy´s”, también con seis salas- mi excitación se disparó hasta el infinito.
En apenas cuatro meses, hasta el final de ese año, devoré la oferta cinematográfica y tuve el placer de ver en pantalla grande a Schwarzenegger luchando contra el temible depredador, a Nicholson como ese diablillo cachondo que engatusaba a unas encantadoras “brujas” y, por supuesto, a un anonadado Danny Glover tras conocer que su nuevo compañero era el inestable pero carismático Mel Gibson.
En aquella época deseaba terminar mis obligaciones para poder volver a esa mágica sala oscura en la que disfrutar de Costner y Connery luchando contra un pérfido De Niro en plena “Ley seca”, asombrarme ante el impactante policía-robot de Verhoeven o reír a carcajadas con la inolvidable parodia del universo “Star wars” que se le ocurrió al bueno de Mel Brooks…
Por aquel entonces al “nuevo” le costaba hacer amigos, pero a mí eso dejaba de importarme en el momento en el que veía fascinado como Íñigo Montoya avisaba al asesino de su padre de una muerte inminente o era testigo de cómo Mickey Rourke era arrastrado al infierno por un demoníaco De Niro, que le quitaba la cáscara a un huevo como nadie…
Poco a poco me fui adaptando, nunca del todo eso sí, hasta que fui conociendo a grandes amigos que todavía hoy lo siguen siendo, pero mi pasión por el cine nunca desapareció. La magia, que ya me había engatusado desde muy pequeño, se acrecentó en esos ya lejanos últimos cuatro meses de 1987.
Y todo esto lo recordé hace unos días, haciendo balance de este lastimoso estado del cine actual. De todas las películas que me emocionaron en aquella época ninguna era secuela o “remake”, solo ingeniosas y originales maneras de maravillar a un niño de 14 años.
Me da mucha pena la constante pérdida de interés por esa ceremonia que siempre supuso para mí el hecho de entrar en un cine, pero puedo entenderlo por la continua escasez de ideas y los altos precios. El cine como yo lo concibo languidece, pero no seré yo quien colabore con su defunción. Afortunadamente a mis hijos les maravilla como a mí, algo que me hace sentir orgulloso.
En aquel lejano 1987 el séptimo arte dulcificó uno de los peores momentos de mi vida y eso, como debe hacerse con los buenos amigos, hay que agradecerlo eternamente.