La Isla de Miranda
Una de mis aficiones favoritas consiste en viajar por España. Pasear por las calles de una judería, pisar el empedrado de cualquiera de tantos pueblos y ciudades donde parece haberse congelado el calendario, acariciar los muros de sillares tallados hace siglos por modestos canteros… son placeres que nos reconcilian con nuestro pasado y, por ende, con nosotros mismos. La Alberca, Monells, Arcos de la Frontera, Albarracín, Bárcena Mayor, Úbeda y, como éstas, cientos de localidades donde hace tiempo que se dieron cuenta del valor de la cultura, el patrimonio y la historia.
En uno de mis últimos viajes del invierno pasado estuve en La Aljafería, un palacio fortificado construido en Zaragoza en la segunda mitad del siglo XI. La guía que nos acompañó en la visita nos hizo un recorrido histórico por sus salas, patios y torres, terminando en la sede del parlamento de Aragón, ubicado dentro del recinto amurallado. Nos contó anécdotas muy interesantes de aquella fortaleza palacio y de Zaragoza en general, entre ellas las consecuencias de la desamortización de Mendizábal en las edificaciones religiosas. Le hice saber que casualmente nosotros veníamos de la tierra de Mendizábal y que aquel ministro de hacienda que tanto influenció en la vida española del siglo XIX nació en Cádiz, más concretamente en Chiclana de la Frontera. La simpática guía se extrañó de que así fuera, confesándonos que el apellido Mendizabal le había parecido que procedía de alguna región del norte y no del sur. Minutos más tarde llegamos a la torre, la edificación más antigua de la Aljafería, donde nos explicó que su nombre, la torre del Trovador, le vino dado por la obra dramática inspirada en aquellos muros y escrita en el siglo XIX por Antonio García Gutiérrez, obra que más tarde fue versionada para la ópera por el gran compositor italiano Giuseppe Verdi, la universal Il Trovatore. Le pregunté si conocía el origen de aquel escritor y me dijo que no. Tuve que aclararle que el autor de esa obra, ambientada en aquella misma torre en época medieval, era también gaditano, y también chiclanero para más señas.
Una anécdota parecida me sucedió hace unos años con unos amigos venezolanos afincados en San Fernando. En una conversación sobre distintos personajes de la historia de ambos países, me hablaron de Francisco de Miranda y de la veneración que muestran en su país al que consideran uno de sus libertadores, uno de sus héroes nacionales. Decían que en todos sus libros de texto sobre historia aparecía una reproducción de un cuadro, Miranda en La Carraca. Su sorpresa fue enorme al enterarse de que vivían tan cerca del lugar que inspiró aquel cuadro, la cárcel donde estuvo preso hasta su muerte, el 16 de julio de 1816. Aquella anécdota sucedió en días en los que Venezuela no tenía tanta actualidad. Aún nadie se había propuesto asignar a ese país el papel de ejemplo dramático de lo que llegará a ser España con según qué dirigentes. Qué cansinos. Pero si obviamos esa parte tan actual y a veces tan trajinada de Venezuela, en estos días podremos asistir a diversas conferencias organizadas en San Fernando por la Academia San Romualdo sobre este interesantísimo tema, la vida y muerte del general Miranda y su relación con nuestra ciudad, tema tan ignorado por todos nosotros y tan vigente, aunque sea debido a convulsiones internacionales no muy deseables. Pero toda esta exposición viene por una pregunta que a mi entender nos debemos hacer. ¿Por qué hay tantos detalles de nuestra historia que no llegan al gran público? ¿Por qué grandes escritores de nuestra tierra se quedan en el limbo de las letras? ¿Hay algo que no estemos haciendo bien? García Gutiérrez, por ejemplo, fue en su día el autor más afamado y prestigioso del romanticismo español, más que Mariano José de Larra. Hoy reposa en el olvido. La escritora sevillana Eva Díaz Pérez, periodista cultural y magnífica novelista, relató en una entrevista de Daniel Heredia las dificultades que entraña sobrepasar las fronteras culturales de Despeñaperros, muro infranqueable a veces en lo que respecta a la cultura.
Está claro que estamos viviendo un resurgir del 'patrimonialismo' en San Fernando. Nuestra identidad se está fortaleciendo a base de empuje, sobre todo de jóvenes que generosamente están dando su sitio a quienes en otras décadas no se les prestó la debida atención a pesar de sus conocimientos. Unos conocen las redes, las distintas formas de llegar al público. Otros aportan su sabiduría y años de estudio. Bendita sinergia intergeneracional. Pero… ¿y en lo que respecta a la literatura? Estamos inmersos en las actividades de la Feria del Libro de San Fernando, como siempre, superándose año tras año y cada vez con más presencia de autores isleños pero, ¿qué podríamos hacer para dar continuidad a esa especie de época de oro cañaílla? Yo propongo un sistema parecido, a nivel local, al de la prestigiosa colección 'Alumbre' de la Diputación de Cádiz. Esa colección, destinada a autores noveles, ha conseguido a través de los años una calidad extraordinaria, tanto en los textos publicados como en sus ilustraciones, maquetación y encuadernación. Posiblemente, para empezar, las autoridades locales podrían decidirse por publicaciones de más modesta elaboración, pero sin olvidar destinar la colección a autores y autoras jóvenes de no más de treinta, por ejemplo. Estoy seguro de que la inversión sería recuperada con creces y se potenciaría la cantera de La Isla. Tan sólo quedaría concretar la selección de autores para publicar en la colección, para lo que propongo el sistema democrático que funciona desde hace años en la revista Specvlum de la Universidad de Cádiz en el que un tribunal selecciona los textos sin saber el nombre del autor y sin conocer la identidad del resto de componentes, eso evitaría la posibilidad de que el protagonismo se derivara más hacia el jurado que hacia los verdaderos destinatarios de esta promoción. Estoy seguro de que La Isla tiene personas honestas, sensibles y sin afán de protagonismo con ganas de hacer esa labor callada y por el bien común cultural. Aunque hay muchos autores que reúnen el perfil para ese puesto de coordinación, me vienen a la mente varios nombres de escritores y escritoras de esta tierra que no destacan precisamente por intentar que su nombre reluzca sobre los demás sino, muy al contrario, desarrollan su labor literaria altruistamente pensando más en los demás que en sí mismos. El poeta arcense Pedro Sevilla dice de José Mateos, su maestro y autor jerezano, que le enseñó ante todo a dejar que los textos hablen del autor, a que sea su obra la que diga todo lo que tiene que decir. Todo lo demás es parafernalia. Esa es la filosofía que debería permanecer en estos jóvenes escritores, esa forma de generosidad hacia su obra sería, además, un ejemplo para ellos, tan acostumbrados a ver continuamente el endiosamiento y la falta de humildad.
Y quién sabe, quizá en pocos años se empiece a hablar, entre otros atractivos de San Fernando, del filón literario de esta bendita tierra.