El Teatro en la Real Isla de León entre 1771 y 1773
En el siglo XVIII el pueblo español se evadía de las pesadas cargas que suponían las tareas diarias con corridas de toros, bailes, carnavales, pelea de gallos, etc. Sin embargo, la distracción por excelencia era el teatro, motivo favorito de su entretenimiento.
Pero el teatro de este siglo estaba anclado en el anterior a pesar de los esfuerzos ilustrados por imponer espectáculos con fines educativos.
Las clases inferiores de la sociedad -gran mayoría de la nación- prefirieron esas representaciones 'de siempre' que colmaban sus ansias de diversión, pues iban a divertirse, a pasarlo bien, todo ello conforme a la mentalidad y escasa cultura del pueblo dieciochesco. Por tanto, optaban por el llamado 'teatro popular', aquel con el que se identificaban plenamente.
Para estudiar la asistencia al teatro en La Isla de León en los primeros años de vida -de 1771 a 1773- del primer recinto cerrado que existió en la Real Villa, llamado Casa Coliseo de Comedias, hay que trabajar necesariamente con silencios, ya que desconocemos casi todo: preferencias, formas de actuar... en definitiva, su mentalidad. Debemos hacer una aproximación al tema elegido desde un ángulo diferente porque lo único que poseemos son las cuentas municipales y, aunque un profano vería esta documentación como unas simples números sobre recaudación, para nosotros representa la posibilidad de estudiar, con el máximo detalle posible, las respuestas de los habitantes de un pueblo ante el fenómeno teatral.
Las fuentes primarias empleadas en esta investigación son las actas de recaudación de la tasa que debía abonar cada espectador que acudía al teatro. La contabilidad municipal de ese impuesto en el período analizado nos permite conocer, tras configurar tablas estadísticas, el número exacto de personas que concurrían, no sólo cada año, sino cada mes y diariamente. Además, y aprovechándonos de la llamada 'profilaxis de los sexos' imperante en la época -es decir, la estricta separación entre varones y mujeres en el recinto teatral- podemos conocer también la cifra de mujeres y de hombres espectadores, la proporción en que asistían a los espectáculos y, yendo un poco más lejos en el estudio de los datos obtenidos, descubrir gustos y preferencias diferentes en cada sexo, que los hubo, o el papel más o menos relevante de la mujer espectadora.
Se puede decir sin ningún género de duda que el siglo XVIII supuso para la Isla de León no un renacimiento, sino un nacimiento.
A finales del XVII, la Isla de León era un simple villorrio con unas desperdigadas casas de recreo pertenecientes a potentados gaditanos. Con la llegada del nuevo siglo -los Borbones, la Ilustración, etc.- la Villa fue adquiriendo una personalidad propia al tomar fuerza la función militar que la caracterizaría desde entonces hasta nuestros días. La Corona, ante el futuro trazado para ella, la liberó primeramente del señorío de Arcos en 1729 para, años después, en 1766, emanciparla de la ciudad de Cádiz -de la que dependía desde su incorporación al realengo- y dotarla de ayuntamiento propio. Estos cambios de estado no fueron gratuitos, sino que se fueron dando a medida que las instalaciones navales se hacían más numerosas en su término municipal. El proceso de militarización se llevó a cabo con gran celeridad para aquel tiempo y culminó en lo que podríamos denominar como 'primera fase' con el traslado de todos los componentes del Real Cuerpo de Marina de Cádiz a la Isla en 1769. Más adelante, la ciudad de San Carlos concentraría a un gran contingente de efectivos de la Armada.
Como consecuencia de lo anterior, y en un corto periodo de tiempo, el número de habitantes aumentó de tal manera cambiando la fisonomía de la Villa, que la Isla de León se podría incluir en aquellas llamadas 'nuevas poblaciones del siglo XVIII'.
Si aceptamos la cifra de pobladores que nos ofrece fray Gerónimo de la Concepción a finales del seiscientos, La Isla comenzó el Siglo de las Luces con unos trescientos vecinos. Sobrepasada la mitad de la centuria, en 1764, y según los padrones parroquiales, ya eran casi cinco mil las almas que vivían en el lugar -aunque Pierre Ponsot discrepa asegurando que para esa fecha el número de habitantes rondaba los siete mil-. Pocos años más tarde, en 1775, serían 22.000 y llegaron a 32.232 en 1787 y 50.000 en la última década.
¿Cuál era la infraestructura de La Isla para atender a semejantes números? Hemos de decir que prácticamente se careció de ella durante demasiados decenios, pues el aumento poblacional fue tan rápido, y tan en avalancha, que cualquier tipo de infraestructura previa, de haberlas, era insuficiente: la Villa carecía prácticamente de todo. Así, no existieron unas casas consistoriales desde donde ejercer una actuación municipal centralizada, ni cuarteles donde alojar a las tropas de tierra a su paso por la Villa mientras que los de Marina, destinados ya en la Isla, lo hacían provisionalmente en varios lugares del pueblo. Lo más grave era que tampoco existía un soporte alimentario fiable para tanta población.
No tuvo nada de extraño que, sobrepasada con creces la mitad del siglo, no existiera un lugar que reuniera las condiciones apropiadas para recreo y diversión de tal cantidad de moradores, como podía ser un local cerrado para las representaciones teatrales. Esto no quiere decir que el teatro como tal estuviera ausente de la Isla. Las representaciones -que las había- se hacían al aire libre, pero por ello quedaban condicionadas a las variaciones meteorológicas. Por tanto, y ante el gran potencial de público, se hacía necesario como un elemento más en las carencias isleñas un Coliseo de Comedias acorde con la importancia que había tomado la Real Villa.
La iniciativa de construir un teatro cerrado no podía ser del ayuntamiento como ocurrió en otros lugares de España debido a la penuria de las arcas municipales que, desde luego, tenían otras prioridades. Hubo de ser privada y por parte del mismo propietario del corralón donde se hacían las representaciones a cielo abierto. Juan Hercq, comerciante de Cádiz de origen francés, se apresuró a solicitar del Consejo de Castilla el permiso correspondiente en el momento en que las tropas de Marina comenzaron a ser trasladadas a La Isla. En su escrito exponía tanto la falta de fondos de la Villa para emprender la empresa, como el paso del Real Cuerpo de la Armada de Cádiz al nuevo núcleo, sin olvidar, como posibles espectadores de postín, a los acaudalados de la capital que dos veces al año marchaban a sus casas de recreo sitas en la Real Isla, concluyendo que, "la Casa Coliseo de Comedias es necesaria para la diversión diaria del pueblo".
Las condiciones que ofrecía el avispado comerciante tuvieron que ser muy satisfactorias para el cabildo municipal. No sólo corría de su cuenta la construcción y mantenimiento del nuevo teatro, sino que apoyando la pretensión municipal de cobrar un impuesto de un 'cuarto' por cada espectador, pagaba, incluso, el salario de cinco reales diarios a cada uno de los recaudadores municipales de tal tasa. A cambio, el ayuntamiento omitió señalar al Consejo de Castilla que la pretensión de Juan Hercq de tomar parte de los terrenos colindantes para erigir el edificio, perjudicaba seriamente a sus propietarios, entre los que se encontraba el arquitecto Torcuato Cayón. Esto dio origen a un proceso de protestas y reclamaciones por parte de los afectados que retrasó considerablemente la construcción del Coliseo de Comedias, hasta que el Supremo Consejo, enterado ya de la verdad, señaló -con justicia- una ubicación distinta para el local de las representaciones.
Con una superficie de seiscientas ochenta y una varas cuadradas, el Coliseo de Comedias estuvo preparado para la primera función en abril de 1771. Los precios -capítulo importante- habrían de ser en todo momento iguales a los de Cádiz, a pesar de que las estructuras sociales y por tanto la riqueza de ambas poblaciones eran muy diferentes. Se perseguía claramente un fin crematístico para empresa y ayuntamiento sin ningún tipo de intención benéfica como en la capital. Para los regidores isleños, lo mismo que para el empresario, sólo importaba la recaudación, y no se tuvo en cuenta el nivel económico y social de la mayoría de los habitantes que podían salir perjudicados con los gastos extraordinarios que para ellos suponía asistir a las funciones.
La estructura social de la Real Isla de León condicionó la respuesta popular a las representaciones teatrales que se hicieron en la misma. De los militares recién llegados, una gran mayoría eran soldados, y los civiles que trabajaban para el Real Servicio en la Carraca y en las dependencias del Puente Suazo, no debían tener ni demasiada cualificación profesional, ni jornales fuera de lo normal. Los pocos que quedaban sin ocupación en la Real Armada - aproximadamente la cuarta parte de la población total- se dedicaban a tareas de pesca y a la sal, pues en la escasa agricultura local trabajaban fundamentalmente italianos que, como mano de obra más barata, ocupaban los oficios que los isleños no deseaban. Una relativa clase media la formaba el pequeño grupo de comerciantes que, llegados para atender las necesidades de la Marina, agrupaba sastres, sombrereros o zapateros. No existía tampoco una burguesía comerciante como en la vecina Cádiz, ni suficiente gente de alcurnia, ni siquiera relativa, que pudiera nutrir los palcos del teatro con cierta asiduidad. Por tanto, el público de La Isla pertenecía a esa clase baja y medio baja que esperaba y quería obras a su nivel, como ocurría en la mayor parte del país. Las comedias, sainetes y bailes fueron las favoritas de los isleños, como ejemplo claro de la inmovilidad de la sociedad española de este siglo XVIII.
A pesar del numeroso potencial de espectadores que existían en la Villa, el Coliseo de Comedias no tuvo la aceptación que se esperaba, pues desde su inauguración y salvo excepciones, la asistencia fue disminuyendo paulatinamente hasta 1773. El momento de mayor afluencia de público correspondió, quizá por la novedad, al año siguiente de la inauguración, pues se mantuvo abierto el recinto teatral los nueve meses que transcurrieron entre abril y diciembre. En los años posteriores, el Coliseo permanecía cerrado durante algunos meses. Así fueron cuatro en 1772 -de marzo a junio- y cinco en el año siguiente, dividido en dos periodos, el primero de enero a mayo y el segundo, entre septiembre y octubre. Tampoco hubo funciones todos los días del mes, ni siquiera en el triunfal primer año ya que de 259 disponibles, setenta y uno no se aprovecharon. El asunto empeoró durante los dos años posteriores ya que en 1772 los días sin representación fueron 223 mientras que en 1773 fueron 252.
El número total de espectadores de ambos sexos que asistieron al teatro en los treinta y tres meses estudiados -entre abril de 1771 y diciembre de 1773- fue de 95.932. Posiblemente, la explicación del importante descenso de la concurrencia femenina se deba a que la mayoría de los espectadores eran militares y las funciones teatrales estaban más encaminadas a esta predominancia masculina.
A diferencia de otros teatros de España, el de La Isla de León no suspendió el espectáculo en la época veraniega, e incluso dos de las reaperturas se produjeron en el verano o muy cerca de él, como ocurrió en 1772 y 1773.
En cuanto a gustos, hombres y mujeres diferían por completo. Pocas veces coincidió el número máximo de ambos en una representación concreta. Lo normal era que cada sexo tuviera unas preferencias distintas. Por ejemplo, el 21 de abril de 1771 asistieron 602 hombres, mientras que el 19 de mayo, fueron 367 mujeres las que presenciaron el espectáculo. Pero también hubo días de clara coincidencia como el 25 de diciembre de 1772, quizá por alguna de las comedias de magia a las que era tan aficionado el pueblo.
¿Qué pudo producir este rápido declive del espectáculo teatral en la Real Isla? Algunos autores resaltan la influencia del púlpito, del confesonario, de las censuras episcopales y de los ayuntamientos en la pérdida de importancia del teatro español en el siglo XVIII, aunque no pensamos que ninguna de estas posibilidades se diera en La Isla y menos por parte municipal, muy interesada económicamente en el Coliseo de la Villa. Quizá la respuesta se encuentre en que los isleños -la gran mayoría con escasos ingresos- no podían asistir frecuentemente a las representaciones al ser un gasto imposible de sostener por sus menguadas economías y que, al parecer, no era privativo del lugar, sino un fenómeno nacional. Esta falta de continuidad y por tanto de negocio, hizo fracasar más de una vez a los empresarios del teatro local. El primero fue nuestro conocido Juan Hercq, que en 1778 fue a la ruina. También, al año siguiente, el nuevo promotor hubo de suspender las representaciones a los quince días de iniciarse debido al drástico descenso del número de espectadores. En este caso los actores pasaron directamente a la mendicidad.
En cuanto a los desórdenes en el Coliseo de Comedias, los isleños no tenían ninguna razón para ser diferentes al resto de sus compatriotas y los escándalos existieron. El ayuntamiento no tuvo más remedio que intervenir en el problema y tomar medidas para controlar los alborotos. Las voces, palmoteos, peticiones de bailes y cantes -siempre en función de determinada dama-, "fumar tabaco" durante las representaciones, etc. se castigaron con la desorbitada multa de diez ducados en el caso de la primera infracción. Para las posteriores -si se era reincidente- la cárcel e incluso dos años de destierro de la población.
Emilia de la Cruz Guerrero
me gustaría contactar con la sra Emilia de la Cruz Guerrero,por su articulo EL TEATRO EN SAN FERNANDO DE 1771-1773 . LE agradecería me enviara su contacto. Estoy desarrollando la Tesis Doctoral sobre el TEATRO DE LAS CORTES.