Publicado el: Sáb, 14 Nov, 2015
Opinión

Torear y vivir

Silueta en bronce de Manolete.

Silueta en bronce de Manolete.

Torear y vivir era el lema de cualquier diestro que en los años cuarenta recorría la geografía española de cabo a rabo. Sus pertenencias en un baúl, un montón de contratos en los bolsillos y varios meses sin pisar el umbral de sus casas. La ventas situadas en las afueras de los pueblos asumían el papel de viviendas provisionales para estos artistas del albero, que las utilizaban como hogares temporales donde comían, se relajaban, se vestían de luces y, cuando llegaban de las corridas de toros, dejaban más de la mitad de lo ganado en viandas, alcohol y flamenco.

Serían los años cuarenta, qué más da. Quizás fuera verano y la plaza de toros de Cádiz anunciaba una corrida grande, un mano a mano. La lidia de los astados la protagonizaban  Manolete y Carlos Arruza. Enemigos y amigos. El torero que mandaba, el que se ponía donde nadie lo hacía, contra el diestro del tremendismo, de los faroles de rodillas. Era la pareja más popular de la época y eran incontables las corridas en las que habían coincidido juntos.

Manolete paró en una venta a más de una docena de kilómetros de Cádiz. Paró en la Venta de Vargas, a la entrada de La Isla de San Fernando, un local bien alejado de tumultos y complicaciones. Tomaron varias copas de Botainay pescaíto frito, se metieron en un reservado y comenzaron el protocolario rito de vestirse de luces. Con el Lorenzo en lo más alto, salieron por la puerta del restaurante y elBuick azul de Manolete, que lo llevó por todas las ferias de España, estaba esperándolo en la puerta, con su apoderado Camará  y conducido por Guillermo, su mozo de espadas.

La corrida fue tremenda, de público, trofeos y espectáculo. Los dos por la puerta grande de la plaza de Cádiz y a media noche, ya estaban en la Venta de Vargas, embriagados de éxito y vino, con un personaje que Manolete no dudó en montar en su vehículo. Era un antiguo vendedor de caramelos y fandangos que con la canasta en ristre había vendido su mercancía en la puerta de la plaza de toros por varias docenas de años. Había escapado por unas horas de su pequeño destierro en Capuchinos y había ido a ver a su torero, a Manolete. Su nombre era Gabriel Díaz, pero en todo Cádiz y en la provincia lo conocían por Macandé, el mejor vendedor de caramelos del mundo. Por cada caramelo, un fandango. Lástima que la razón lo abandonó, su locura lo recluyó en el manicomio y allí, las noches de luna,  junto al mar de Cádiz, junto al Campo del Sur, sus amigos aguardaban ese cante puro, ese cante de dolor que Macandé aliviaba soltándolo por su garganta. Era rara la noche que Manolo Caracolno estuviese presente ante ese espectáculo. Era flamenco, pero flamenco con mayúsculas.

En la Venta de Vargas ya le esperaban de fiesta. El Beni de Cádiz adolescente, el Cojo Peroche, que cantaba con media lengua, Capinnetti a la guitarra y varios parroquianos del lugar, como los Melu, el propio Juan Vargas o su primo Manuel. Fue una larga noche de flamenco y vino. De guitarra y baile. Arruza y Manolete, aún vestidos de luces, disfrutaban de su noche, de su triunfo. El cante de uno, la broma del otro y el replante de Catalina Pérez, la madre del ventero, que sobre una loza interpretaba su baile.

Sin tiempo a disfrutar, asomaban los primeros rayos de sol por los muros de la salina de la Magdalena, que frente a la Venta dotaba a aquel lugar de una salada fragancia  y una inusitada blancura. Era tal la cercanía de las salinas y los esteros a la Venta, que el propietario, Juan Vargas, solía contar con cierta exageración que los lenguados, lisas y camarones saltaban de los esteros y caían en las sartenes del restaurante. Y razón no le faltaba porque eran unos diez metros lo que separaba estos acumuladores de agua y pescados de la cocina del lugar.

Manolete pidió una botella de Cazalla y varios billetes al propietario y aprovechando la disposición del restaurante a la vera de la carretera general, cogió del brazo a Carlos Arruza y se lo llevó para afuera. A esas horas era habitual que los carromatos de los obreros isleños pasaran por la puerta para dirigirse a la orilla del caño Sancti-Petri, donde las barcazas descargaban arena que utilizaban para la construcción de viviendas.

Pues bien, ante un público entregado a los diestros en la puerta de la Venta, Manolete y Arruza aguardaron a que llegara el primer carrero, al que pidieron el alto y este, medio dormido, paró al animal, no sin antes frotarse los ojos para comprobar que lo que estaba viendo era cierto. Dos toreros a las seis de la mañana con una botella de aguardiente en la mano…

 -Buenos días, aquí Carlos Arruza  y yo, Manolete. Tome usted una copita de Cazalla, su jornal y pa casa.

Esta amable invitación, la realizaron con todos los carreros que a las claritas del día pasaban por la puerta de la Venta, jaleados por el ambiente festivo de sus noctámbulos compañeros. Pocos carros llegaron al puente aquel día. Incluso el capataz de los barcos hizo el camino inverso de los carreros para ver qué había ocurrido y que a regañadientes comprendió al ver los protagonistas del suceso.

Torear, vivir, beber, comer, bailar, cantar… ¿Quién les quita lo bailao?.

Aunque ya lo publiqué en La Voz, quiero compartirlo con todos vosotros desde mi  sección de opinión La Isla del Corazón que tengo en el periódico isleño El Castillo de San Fernando.

Sobre el autor

- Espacio donde trataremos con mucho cariño las cosas con Arte de nuestra Isla

Deja tu opinión

XHTML: Puedes usar las siguientes etiquetas HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>