El Día del Libro
Aunque me esfuerzo, aunque entrecierro los ojos y ando revolviendo por el desván de la memoria, no consigo dar con el recuerdo de la celebración de un “Día del Libro” en aquella época de mi niñez, en esa en la que los tiempos corrían felices para las hadas y el amor se vestía del color azul de los príncipes. No acabo de encontrar en mi mente una fecha concreta, un hito que me devuelva algarabía de niños aplaudiendo la fiesta, o aroma a papel de estreno y aventura recién comprada.
La verdad es que nunca he echado en falta la ausencia de la celebración o la incapacidad de evocación sobre esos días en concreto. En aquella primera etapa en la que pasé por la infancia, no necesito marcar fecha en rojo en el calendario porque toda mi vida entera eran los libros. Ellos me acompañaron tantas horas, me contaron tantas cosas con la letra redonda con la que se escriben los cuentos, que la biblioteca del colegio y la de la Calle Gravina, que me quedaba tan lejos de casa, se fueron viniendo conmigo a mi habitación, en préstamos que duraban quince días y de los que siempre me sobraban más de diez.
Pasar los dedos por el lomo intentando descifrar el código del tejuelo, abrir el cajón de madera del catálogo y contar una a una las fichas amarillas que me abrían la ventana al mundo…todo forma parte de la rutina de un tiempo de adolescencia en el que por primera vez, viví cien años de la soledad más absoluta, me enamoré con un verso de Neruda o entendí lo que había significado la crueldad de una guerra.
Estoy convencida de que aquellas vivencias leídas me fueron fortaleciendo los huesos a la vez que el corazón. Eran los años en que la ciudad tenía una Fundación de Cultura que organizaba exposiciones y certámenes literarios en los que soñaba con escribir. A partir de entonces, los “días del libro” con feria incluida me traen el recuerdo del dinero ahorrado para la compra de un nuevo ejemplar, de los discursos oídos con una “envidia literaria” que todavía no sé si era insana o simplemente infantil. Me traen la evocación de la admiración por el autor y el engaño de los focos y las luces de la fama.
Desde hace un par de años, con motivo de la publicación de mi primera novela, tengo la sensación de haber cruzado el umbral. He vivido esta fecha desde detrás del mostrador donde se firman las dedicatorias cariñosas, y tengo la agradable sensación de asegurar que San Fernando se mueve. He visto, por fin, que hay un grupo importante de gente arrimando el hombro para que esta ciudad tenga un sitio cultural en el lugar que se merece. Tengo que contaros que a mí, como a tantos otros amigos que se dedican a escribir, a vender libros o a apostar por la cultura, se nos ha colado en la ilusión la necesidad de darle a esta festividad una “vuelta de tuerca”. Soy de las que cree a pie juntillas que la cultura hay que exportarla, que no sirve guardarla en la vitrina de un armario que nunca limpia nadie. Por eso estos días, los escritores andamos ofreciendo charlas a quien nos quiere oír, poemas a quien nos quiere sentir. Necesito contar al mundo que no hay emoción que iguale el placer de empezar un nuevo libro, que hay pocos momentos parecidos a esos en que la palabra “fin” abandona para siempre al personaje, apartándonos de la mirilla por la que hemos atisbado lo que el autor nos ha dejado entrever de su vida.
Una vez un periodista me preguntó: “¿Por qué crees que es necesario celebrar un día de la literatura?” En mi humilde opinión, le contesté con el recuerdo fresco de todos los libros leídos, creo que celebrar el día del libro es festejar la imaginación, es elegir una fecha que confirma que somos capaces de seguir emocionándonos con un verso, de continuar aprendiendo con un ensayo o asombrándonos con una novela. Celebrar el día del libro, le dije convencida, es apostar por el futuro de los hijos, es brindar por la magia de la Literatura.