Publicado el: Jue, 24 Jul, 2014
Nuestro Patrimonio

Los orígenes de la sal de nuestra Feria del Carmen

Rueda sobre las que se deslizaban antiguamente los contenedores de sal, arrastrados por burros

Rueda sobre las que se deslizaban antiguamente los contenedores de sal, arrastrados por burros

Largo y tendido se ha hablado sobre la festividad del Carmen, su onomástica y los cultos a la Patrona. Fiesta que, concluida con los fuegos artificiales del pasado domingo, es organizada anualmente en su honor, pero este honor no es exclusivo. Son muchos los olvidan que el nombre completo de tal celebración es "Fiestas del Carmen y de la Sal", fuente de riqueza inmemorial para San Fernando que también merece su propio recital. Y si bien es cierto que tal protagonismo es posterior a los orígenes de la velada -cuyas primeras menciones escritas datan del siglo XVIII-, la vinculación del oro blanco con nuestra Feria cuenta ya con una dilatada trayectoria que se remonta cincuenta años en el tiempo, teniendo como punto de partida los intentos del por entonces gobierno municipal a la hora de promocionar un producto que ha marcado el quehacer diario de infinidad de generaciones de isleños.

"Al principio trabajábamos con burros" -recuerdan los capataces, tras dedicar su vida al oficio de la sal-. Estos burros, cargados con sus cerones, fueron sustituidos posteriormente por vagonetas, similares a las de las minas, que eran empujadas por unos rampales hasta verter el oro blanco en el barco de cargamento.

Eran los últimos pasos del proceso, pero también los primeros recuerdos en los que piensan los salineros al describir esta actividad, íntimamente relacionada con la industria tradicional de todos municipios dispuestos en torno a la Bahía de Cádiz por circunscribirse en un territorio rodeado de marismas que ha favorecido el desarrollo de esta producción desde la antigüedad. Es por ello que, pese a que los tiempos modernos hayan reducido drásticamente su importancia como fuente económica, las salinas continúan estando en el corazón de todos los habitantes de la Isla como unívoco signo de identidad, pero son sus protagonistas, aquéllos que lo vivieron en primera persona, quienes, con su jerga particular, constituyen la fuente más fiable para hacernos comprender este oficio ancestral que asienta sus secretos sobre tres pilares fundamentales : el viento, el sol y el agua del mar.

Cuando la marea estaba alta, ese agua pasaba a unos embalses. "Estanques de estero" denominan los salineros a este punto desde donde se iniciaba el resto del circuito. Dichos embalses nutrían, a su vez, lo que se conoce como "cabeceras", unas largas hileras donde el agua permanecía estancada varios días a objeto de alcalzar la temperatura idónea de 25 grados ya que "si está más alta, poco le trabaja, pero si está más baja, se come la sal".

Logrado este objetivo, las cabeceras alimentaban, del mismo modo, a sus respectivos tajos. Unos embalses cuadrangulares a los que el agua salada accedía a través de "periquitos" -pequeñas compuertas de madera instaladas en cada uno de sus ángulos- para concluir en ellos la primera fase del procedimiento, lo que viene siendo el cultivo de la sal. Cada trasvase desde la cabecera traía así agua nueva, que, una vez secada, dejaría depositada sobre el fondo una capa del preciado mineral. A la primera de ellas se le denominaba "capa madre" y, sobre ésta, se iban superponiendo, una tras otra, todas las demás.

El proceso es todo un arte, ya que la sal se iba cristalizando a lo largo de los bordes del tajo y con mayor o menor grosor en función de cómo soplase el viento, factor climático que también determinaba la morfología del producto. Así, el poniente daba lugar a lo que se conoce como "sal de espuma" mientras el levante generaba "sal bruta", la clásica, que posteriormente era rota por una maquinaria específica.

Cobraban especial protagonismo los llamados "turrones", esas masas de sal cristalizada que flotaban sobre los tajos, así como la artemia salina, unos organismos que aun dotan a sus aguas de tan característica tonalidad rojiza perceptible a determinadas horas del día. Estos minúsculos crustáceos son, además, fuente básica de alimento para los flamencos y responsables del color rosado de su plumaje.

Salina de San Cayetano, actualmente en desuso

Salina de San Cayetano, actualmente en desuso

La recogida quedaba así a merced del dueño de la salina, que solía ordenarla en torno al mes de septiembre. Es entonces cuando se rompía "el piso de la sal", esto es, todas las capas blancas sedimentadas desde la deposición de la "madre".

Son muchas las explotaciones salineras que en la Isla existieron y existen, aunque casi todas ellas permanecen en desuso. Estas industrias locales comenzaron a perder rentabilidad debido a factores tales como el creciente nivel de vida o los nuevos cambios en el sistema económico. A partir de los años setenta, los antiguos territorios salineros experimentaron una reinvención de sus funciones con la implantación paulatina de granjas marinas y piscifactorías. Dado que las marismas gaditanas reunían las condiciones óptimas para este tipo de instalaciones por su temperatura, poca contaminación, salinidad y PH de sus aguas, el negocio se reconvirtió a la Acuicultura, industria continuadora de los corrales de pesca romanos; improvisados estanques de cría y engorde de determinadas especies muy valoradas comercialmente.

Una de ellas es la de Santa Teresa, rebautizada como Santa Leocadia tras reconvertirse en estero, muy cerca de la playa de Camposoto. Nos citan también por su importancia las del Puente Zuazo, la de Barberá -sobre la que se levanta parte del barrio de Gallineras-, o la de Tres Amigos, camino de Cádiz. Sería osado no mencionar también a San Vicente, cuyos propietarios han sabido reinventar el negocio completando la explotación con un pequeño museo o muestrario, sala de celebraciones y diversas actividades culturales como el despesque. Es, a día de hoy, la más mediática de todas. Por último recordaremos la antigua salina de Belén, en el sendero del Carrascón, cuyas instalaciones continúan habitadas pese a no seguir la tradición y que ahora es conocida como "San Cayetano".

Todas y cada una de ellas continúan intactas en su paisaje, para la historia de la Isla, y en la memoria de todos aquellos que, con la cultura de la experiencia, han transmitido, transmiten y transmitirán un legado que pese a las dificultades debe mantenerse, aunque sólo sea en los lugares más recónditos de nuestra memoria cañaílla.

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