Una "levantá" desde la isla hasta el cielo
Conocí al capataz don Nicolás Carrillo en una lejana Cuaresma de 1974, y la impresión que me causó la mantengo aún, a pesar de los cuarenta años pasados. Me pareció un hombre cabal, honrado, preocupado por sus cargadores y director de un andamiaje que mantenía en pie el procesionar de nuestra Semana Santa. Opinión que mantengo sin modificación alguna.
Nicolás Carrillo se casó con Dolores Tinoco, hija del capataz José Tinoco Mera, al que sustituye a su muerte en 1955, haciéndose cargo de la cuadrilla a partir de ese instante, y permaneciendo al frente de la misma hasta 1987, relevándole en el cargo su hijo primogénito José Carrillo el Nene. Fueron treinta y dos años de responsabilidad en la cuadrilla más importante de la Semana Santa de aquellos tiempos, portando la mayoría de las cofradías.
Dos días después del Domingo de Resurrección se cumplirán veinticinco años de su fallecimiento, un cuarto de siglo, que quizás sea poco tiempo aún para observar con perspectiva histórica esos años que dedicó a la Semana Santa isleña, aunque creo no equivocarme si afirmo que en esa etapa consolidó una forma de llevar los pasos, y que con ligeros matices es la que actualmente emplean la mayoría de cuadrillas de San Fernando. Ese es su mayor legado.
Treinta y dos años en una etapa de esplendor, y un final no deseado con pérdida de la mayoría de las cofradías que habían depositado en él su confianza durante este tiempo. Afortunadamente, su familia y antiguos cargadores vieron con satisfacción como se inauguraba la calle Nicolás Carrillo, junto al templo que contemplara al capataz sacar las procesiones durante tantos años.
Veinticinco años pasados para recordar el poema que le dediqué con motivo de su fallecimiento:
En la proa de su barco,
pesado candray velero,
dirigiendo su cuadrilla
como experto marinero,
oteando el horizonte
de sus varales señeros,
evitando que rozaran
blancas cales, verdes cierros.
Abajo, en la bodega,
mariscaores, salineros,
gentes de duros oficios,
gitanillos y toreros,
cuellos pegaos a los palos
sudando blancos pañuelos,
mecían sobre recios hombros
a Cristo con el madero.
Orgullo de cargadores,
como capatá el primero,
dirigiendo con la voz,
hablando al respiradero,
ordena la maniobra
requiebro sobre requiebro.
¡Arte puro por sus venas
corazón en los esteros!
Agarrado al llamador,
‑adormecido en mis sueños-
hoy te imagino llevando
pasos de oro en el Cielo,
enseñándole a los ángeles
las estrellas y luceros,
a hacer una levantá
desde la Isla hasta el Cielo.