Bancos de alimentos
De unos años hacia acá, especialmente en fechas como las que acabamos de pasar, la generosidad y la solidaridad de la sociedad española está siendo sometida a verdaderas pruebas de fuego. Multitud de organizaciones que se dedican a ayudar a los más necesitados han lanzado un grito de socorro y prácticamente todos los ciudadanos que hemos podido hemos acudido a su llamada. ¿Y por qué de repente esta tremenda conciencia por parte de nuestra ciudadanía? Porque le hemos visto las orejas al lobo. Ir a pedir comida a un banco de alimentos ya no solo es cosa de lo que se podría denominar como “pobreza tradicional”, sino que el problema afecta de lleno a miles de familias que hasta hace escasos dos años tenían un poder adquisitivo y un nivel de vida medios. Por eso hemos abierto los ojos. Hemos admitido por fin que el estar necesitado no es cuestión de clase social, de esfuerzo, de estudios o de actitud ante la vida. Hemos comprendido que tan solo responde a una pura cuestión de azar. “Hoy por ti, mañana por mí.” Y son justamente los que menos tienen los que más dan, precisamente porque saben lo que es necesitar ayuda o sospechan que en algún momento podrían necesitarla. Ya no solo damos aquello que nos sobra, que no queremos. Ahora incluso damos aquello que podríamos llegar a necesitar. Es un orgullo y una alegría comprobar que nos hemos involucrado en la tragedia ajena hasta el punto de hacerla nuestra, de convertirla en tragedia colectiva y así poder hacerla más llevadera. Suavizarla y, de paso, obtener más posibilidades de ganar la batalla. Ver cómo los vecinos cierran filas para evitar un desahucio, cómo una llamada al voluntariado consigue una respuesta tres veces superior de la requerida o cómo en cierto sentido los españoles hemos hecho piña contra la adversidad son motivos más que suficientes para darnos la enhorabuena.
Pero por desgracia, por más que nos digan lo contrario, los españoles no somos el Estado español, cuyas reticencias y pasividad ante estos temas rayan en la crueldad. De forma pasmosa, el Gobierno no solo no ha aumentado la subvenciones y el gasto destinados a mantener una estructura de amparo social mínima sino que ha reducido la partida presupuestaria dejando en manos del español de a pie la tarea de socorrer a los ya millones de personas en situación de pobreza en nuestro país. Organizaciones como los bancos de alimentos, Cáritas u otras ONG’s con ocupaciones similares funcionan sin ningún tipo de soporte por parte del Estado. Personalmente, me parece que dada la situación actual esto es por completo inadmisible. Los “afortunados” que trabajan en este país y que pagan sus impuestos, creo yo, que desearían ver parte de ese dinero ganado con esfuerzo que se les quita destinado a dar de comer a los que no tienen nada. Sin embargo, siendo realista, no esperaba otra cosa estando el partido que está en el Gobierno. Ideológicamente, el Partido Popular no predica la solidaridad ni el apoyo público social sino la caridad, que puede sonar parecido pero que en el fondo es un concepto muy diferente. El gesto de quien pierde la mañana del sábado cargando cajas en un comedor social y el gesto de quien da una moneda de un euro al mendigo de la puerta de la iglesia son completamente opuestos, diría yo. En el primero, uno da su esfuerzo y su tiempo para colaborar en algo que sabe de gran importancia social. En el segundo, uno solo intenta acallar la voz de una conciencia que se sabe privilegiada y se siente mal al ver la miseria a sus pies.
Por ello, a pesar de lo que me alegra ver la fantástica respuesta de la sociedad española ante esta situación de alarma, me disgusta muchísimo que hayamos tenido que encargarnos nosotros de cuidar de los más vulnerables.
No deseo que España, con el paso del tiempo y aprovechándose de la buena voluntad de sus ciudadanos, se convierta en un Estado con un modelo social basado en la caridad, donde la asistencia gratuita no sea algo público ni un deber del Gobierno sino que sea un favor que los voluntarios nos hacen a los demás. No quiero llegar a ver cómo regresamos paso a paso a la sociedad de los años 50, aunque vistamos vaqueros en lugar de falda larga y usemos smartphones en vez de máquinas de escribir. Por eso, sin dejar de ayudar todo lo que podamos, tenemos que exigir lo que se nos debe. Tenemos que pelear por nuestras estructuras públicas de sanidad, educación, asistencia social, etc. por muy mal organizadas que nos puedan parecer o por muy mal gestionadas que nos digan que están. Todo eso se puede arreglar, todas las estructuras se pueden mejorar. Pero no dejemos que con esas excusas nos arrebaten lo que es nuestro por derecho. Que nos quiten hospitales y escuelas construidos con nuestro dinero para ponerlos en manos de una empresa privada que lo único que desea es ganar dinero. Porque se crean para ello, no es que haya nada de malo en que la finalidad de una empresa sea ganar dinero (es su definición de hecho). Pero no es buena idea poner a su entera disposición algo tan de primera necesidad como puede ser el sistema de salud.
Debemos ser conscientes de que la mejor forma de ayudar que poseemos es luchar para que el Estado invierta en la sociedad. Todo lo demás, por mucho que sea y por muy importante que resulte, solo será gotas de aceite en el océano.