La ecología del dinero
¿Cuánto humo respiramos al año? ¿Lo sabemos acaso? ¿Nos importa? Desde que el ser humano dejó de andar para ir en transportes de combustión, el mundo se ha ido ensuciando progresivamente. De manera tan imperceptible que hemos tardado en darnos cuenta desde la revolución industrial hasta hace escasamente diez años.
Si supiéramos lo que lleva el aire que rodea nuestra casa nos escandalizaríamos. Y no solo el aire. ¿Acaso podemos asegurar que la fruta que compramos en un supermercado está más limpia que la del campo? De tierra quizás sí pero, ¿y de todo lo demás? Somos conscientes del problema de la contaminación desde hace ya tiempo pero la ciencia, que nos tiene acostumbrados a verdaderas maravillas, parece no avanzar demasiado en la dirección ecologista. Ya en los años treinta había un modelo o prototipo de coche eléctrico pero no se desarrolló porque toda la industria relacionada con los combustibles fósiles presionó para ello. Y sigue haciéndolo. El motivo de que las energías renovables sean como algo moderno, extraño, alternativo o incluso hippie no hace más que reforzar la idea de que parece que estamos esperando a que se acabe el petróleo para ponernos en serio a desarrollar otro estilo de vida. Pero, para desgracia nuestra, el planeta no tiene ese tiempo.
El último episodio relacionado con la contaminación a gran escala del que he tenido noticia fue que la espectacular boina de humo que recubre Pekín llegó, gracias a unas corrientes de aire, hasta la costa de Estados Unidos. Y qué malos los chinos que no firmaron el protocolo de Kioto, que contaminan más que nadie. Sí, pero peor es firmarlo y luego no cumplirlo, como es el caso de toda Europa. Y tan modernos como somos, ¿cómo creen que hemos llegado hasta aquí? China solo está repitiendo los pasos de desarrollo industrial que en su día dimos nosotros. Solo que entonces nadie se preocupaba de si su fábrica estaba contaminando la ciudad. China solo es la punta del iceberg, el mayor exponente de una sociedad tan industrializada que ha llegado a convertirse en un pulmón cancerígeno para el mundo. Una sociedad en la que cada vez se registran más casos de alergias, de asma y de otras muchas enfermedades respiratorias inherentes, por no hablar de las muchas enfermedades derivadas de los agentes patógenos que causan mutaciones en nuestro ADN.
Y mientras el tiempo para cambiar y corregir el rumbo se nos agota, nos dedicamos a modificar leyes ambientales para favorecer la estancia de empresas en aras de paliar la crisis, a firmar decálogos de normas que sabemos de antemano que no van a ser cumplidas y a gastar dinero en conferencias sobre ecología cuando realmente no nos sale rentable, económicamente hablando, salvar el planeta.